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Amour courtois

Amour courtois
Drutz et "midons"
"...Entonces me verás...y mi muerte, más elocuente que yo, te dirá qué es lo que se ama cuando se ama a un hombre..." (Pedro Abelardo a Eloísa)

viernes, 31 de julio de 2009

Pedro Abelardo y Eloísa: "...entonces me verás...y mi muerte, más elocuente que yo, te dirá qué es lo se ama cuando se ama a un hombre..."

Monje, filosofo, teólogo y poeta. (N. en Bretaña en 1079. M. en Chalons en 1142.) Su padre Berenger era hombre rico y le dio una educación esmerada. Los franceses le nombran indistintamente Abelard, Abeilard o Abailard; este último es el nombre más ordinariamente usado. En concepto de algunos etimologistas, la palabra Abelardo era una especie de apodo con que le designaba su profesor de matemáticas, Tirric, que familiarmente le llamaba lèche-lard (lame-lardo, lame-tocino). ¡Extraña etimología!
Pocos hombres agitaron más la opinión del siglo XII y pocas biografías son tan interesantes como la de Abelardo. Bretón de carácter como de nacimiento, Abelardo se apasionó desde sus primeros años por el estudio; renunció a las glorias militares y se entregó por completo a la dialéctica, arte de la guerra intelectual, cuyos combates y cuyos triunfos le seducían mucho más que los de las armas.
Caballeros andantes de la filosofía, los escolásticos acostumbraban entonces recorrer las provincias, buscando, a un tiempo mismo, maestros de quienes aprender y adversarios con quienes discutir. A la sazón los trovadores visitaban los castillos y los filósofos las escuelas. En esta accidentada existencia de peripatético, Abelardo tuvo, muy joven todavía, ocasiones de oír las lecciones de Juan Roscelino (Roscelin), a quien él mismo más de una vez, llama su maestro.
Juan Roscelino fue el fundador de la escuela denominada nominalista. Según esta doctrina, los nombres abstractos como virtud, humanidad, libertad, &c. &c., carecen en absoluto de existencia real. Nada material representan; y es cada uno de esos vocablos un simple sonido: el flatus vocis de los latinos. Esta doctrina del nominalismo fue combatida por San Anselmo, en nombre del realismo, doctrina antagónica que sostenía la realidad de los nombres abstractos o -como se decía entonces-, la realidad de los universales. El nominalismo, pues, había sido condenado por el concilio de Soissons en 1092, como falso en sí mismo; y, además, como incompatible con el dogma de la Santísima Trinidad.
Veinte años contaba escasamente Abelardo cuando llegó a París, emporio por aquella época de la filosofía de la edad media conocida en la historia con el nombre de Escolástica. Escuelas episcopales o claustrales habían reemplazado a las escuelas palatinas de Carlomagno. Establecidas en conventos bajo la inspección inmediata de los obispos, habían ya sustituido en aquella época (1100) a las universidades y academias. La escuela episcopal de París era, a la sazón, la más famosa y la más concurrida, y su jefe o cabeza era el archidiácono Guillermo de Champeaux, denominado Columna de los doctores. Abelardo acudió a oír las lecciones de Guillermo y muy pronto el discípulo se convirtió en competidor. Estudió en París primeramente Retórica, Gramática y Dialéctica (trivium); estudió en seguida Aritmética, Geometría, Astronomía y Música (cuadrivium); y con esto se halló ya en posesión de la enciclopedia de aquellos tiempos. Seguro de su ciencia, buscó lugar a propósito en que establecer su cátedra y escogió a Melún, ciudad muy importante por aquel entonces, y en ella fundó en 1102 una escuela que trasladó muy pronto a Corbeil, quizás para hallarse más próximo a París, cuya escuela de Nuestra Señora era el blanco de sus aspiraciones, al cabo realizadas.
Abelardo combatió a Guillermo de Champeaux, corifeo del realismo, y tanto le estrechó con sus argumentos, que Champeanx hubo de modificar, al fin, su doctrina del realismo. Triunfo tan brillante consolidó la reputación de Abelardo. Habiendo sido su adversario nombrado obispo de Chalons-sur-Marne, ascendió Abelardo a jefe de la escuela de París, donde llegó brevísimamente al apogeo de su celebridad.
«Por todas partes, dice Carlos Rémusat, se hablaba de él; desde Bretaña, desde Inglaterra, del país do los Suevos y de los Teutones venían gentes a oírle: la misma Roma llegó a enviarle alumnos. Los transeúntes se detenían a su paso para contemplarle; los vecinos de las casas bajaban a sus puertas con el fin único de verle, y las mujeres levantaban las cortinas que cubrían los vidrios ruines de sus estrechas ventanas. Habíale adoptado París por hijo suyo y le consideraba como a su lumbrera más esclarecida. Enorgullecíase en poseer a Abelardo y celebraba unánime este nombre, cuyo recuerdo, aun después de siete siglos, es popular todavía en la ciudad de todas las glorias y de todos los olvidos. Pero no brilló solamente en la escuela. Abelardo conmovió la Iglesia y el Estado y ocupó preferentemente la atención de dos grandes concilios.»La escuela por él establecida en París fue tan célebre, que, según dice Guizot, se educaron en ella un Papa (Celestino II), diez y nueve Cardenales, más de cincuenta Obispos y Arzobispos franceses, ingleses y alemanes, y un número mucho mayor de controversistas, entre ellos Arnaldo de Brescia. Dícese que el total de sus discípulos en aquella época ascendía a 5000. Tal era la muchedumbre de oyentes que de toda Francia y aun de toda Europa atrajo la fama de Abelardo, que, según él mismo cuenta, las posadas no eran suficientes para hospedarlos, ni para alimentarlos era bastante aquella tierra. Por donde quiera que iba, parecía llevar consigo el ruido y las muchedumbres.
«Al cabo, dice el ya mencionado Rémusat, para que nada faltase a lo peregrino de su vida y a la popularidad de su nombre, el dialéctico que había eclipsado a Guillermo de Champeaux, el teólogo contra el cual se levantó el Bossuet del siglo XII (San Bernardo), era hermoso, poeta y músico. Componía en lenguaje sencillo y aun vulgar, canciones que solazaban extraordinariamente a las damas y divertían sobremanera a los estudiantes. Canónigo de la Catedral y profesor del claustro, fue amado hasta la abnegación más heroica por una noble criatura que amó como Santa Teresa; escribió a veces como Séneca; y cuya gracia debía de ser irresistible, dado que logró encantar al mismo San Bernardo.» Pasiones tardías estallaron en el alma de Abelardo y le prepararon su destino trágico. Treinta y seis años había cumplido ya, cuando Abelardo conoció a Eloísa, sobrina de Fulberto, Canónigo de la Catedral de París. Enamorado de Eloísa, se introdujo en casa de Fulberto como preceptor de su sobrina; de donde resultaron entre ellos relaciones ilícitas, que al fin fueron descubiertas por Fulberto. Eloísa fue enviada a Bretaña a casa de una hermana suya, donde dio a luz un niño, al cual pusieron por nombre Astrolabio, y Fulberto insistió en que Abelardo reparara por medio del matrimonio la falta cometida. Abelardo accedió de buena gana a la proposición de Fulberto; pero Eloísa aceptó el casamiento con repugnancia, por temor de cerrar todo porvenir a su amante; pues las dignidades eclesiásticas no se daban ya entonces sino a los célibes. Celebróse el matrimonio en París y se convino en tenerlo secreto; pero Fulberto trabajó para darle publicidad; y negando Eloísa con juramento que se hubiera casado, resultó entre el tío y la sobrina, que vivía con él, una desavenencia, que obligó a Abelardo a llevar a su esposa a un convento de Argenteuil, cerca de París. Fulberto, creyendo que Abelardo quería obligarla a hacerse monja para librarse de ella, juró vengarse, y en breve encontró medio de ejecutar su cruel venganza. Sobornó a un criado, y entrando con algunos servidores en el cuarto de Abelardo, entre todos lo castraron y después huyeron. El criado y otro de los agresores fueron presos y castigados con igual mutilación y además con la pérdida de los ojos, y el canónigo Fulberto fue desterrado de París y se le confiscaron todos sus bienes. Abelardo curó de su herida; pero, como las leyes canónicas le incapacitaban para ejercer oficios eclesiásticos, entró fraile en el monasterio de San Dionisio, mientras Eloísa se hacía monja en el convento de Argenteuil.
Los discípulos de Abelardo suplicaron con grandes instancias a su maestro que reanudase sus lecciones: él accedió por último y abrió desde luego en Saint-Denis su cátedra, que trasladó muy pronto a Saint-Ayoul, cerca de Provence. Renováronse entonces los triunfos y las glorias de Abelardo, cuyo resultado fue despertar envidias y producir celos en los demás maestros. Inspirados acaso por fervor religioso, quizás también por espíritu de venganza, tal vez obedeciendo a sugestiones del uno y del otro, todos ellos se declararon unánimemente contrarios a las doctrinas expuestas por Abelardo en su obra Introducción a la Teología, y obtuvieron del obispo de Préneste, legado en Francia del soberano Pontífice, que convocase el Concilio de Soissons en 1121.
Acusado de haber admitido tres dioses, en vez de uno, en el dogma de la Trinidad, Abelardo puso su obra en manos de sus jueces retándoles a que señalasen el lugar del libro en que hubiera una afirmación o una indicación siquiera justificante de la sospecha de herejía lanzada contra su texto.
Ninguno de los jueces contestó al reto de Abelardo: todos guardaron silencio profundísimo. Pero al fin, uno de los asistentes se atrevió a decir que de un pasaje de la obra se deducía que el autor negaba la omnipotencia a dos de las tres personas de la Santísima Trinidad y que la reconocía en una sola.
Lanzada semejante acusación, levantóse en la asamblea clamor inmenso, eleváronse ruidosas protestas, y la confusión fue tan grande que Abelardo no pudo hacerse oír. Entonces el acusado comentó a recitar el credo de San Atanasio; pero el ruido y el tumulto crecieron hasta el punto de ahogar por completo la voz del temido polemista. Cuéntase que entonces Abelardo lloró de indignación y de rabia y, sin haber sido oído, fue condenado a varios días de cárcel y a quemar por su propia mano el libro que había motivado tal castigo.
La sentencia fue cumplida en todas sus partes; y, una vez en libertad, Abelardo reanudó sus explicaciones; pero muy pronto tuvo serios disgustos con otros vecinos, los ignorantes y vengativos frailes de San Dionisio. Pretendían éstos que el fundador de su abadía había sido San Dionisio Areopagita. Abelardo les demostró con testimonios históricos incontrovertibles lo que había en semejante pretensión de imposible y de absurdo. Pero la controversia se enardeció por una y por otra parte en tales términos, que avisado Abelardo de que se trataba de denunciarle al rey por maldiciente, creyó de prudencia huir, como en efecto lo hizo, y refugiarse a los Estados del conde de Champague, bajo cuya protección se puso. En un sitio solitario de las cercanías de Troyes erigió por sí mismo un oratorio de adobes y paja, y allí comenzó a dar lecciones, a las cuales concurría tan gran numero de discípulos, que el oratorio en breve, de edificio de adobes, se convirtió en otro de piedra y madera, al cual Abelardo puso el nombre de Parácleto, epíteto del Espíritu Santo, consolador.
Castillos y ciudades quedaban abandonados por los que acudían a esta Tebaida de la ciencia. En torno suyo se levantaron numerosas tiendas; eleváronse paredes improvisadas de tierra y de cascote a fin de dar abrigo a innumerables discípulos que dormían sobre la hierba y a la intemperie y que se alimentaban con silvestres frutas y con pan groseramente elaborado. Como San Jerónimo en los desiertos do Bethleem, complacíase Abelardo, según él mismo dice, en este contraste de la vida campestre y ruda del cuerpo con los refinamientos de la ciencia y las delicadezas del espíritu. La enseñanza de su Filosofía no había cambiado de carácter por lo que muy luego se vio.
Las suspicacias, los recelos, las envidias no cesaron de perseguir al maestro; y, fundándose muchas veces en los pretextos más frívolos, cayeron sobre esta Academia de escolástica establecida en medio de los campos. Fue imputado como un crimen el nombre de Parácleto estampado por Abelardo en el frontis de la capilla que había labrado. Existía entonces la costumbre de consagrar las Iglesias o a la Trinidad completa, sin distinción de personas, o en todo caso al hijo solamente. Se vio, o se quiso ver en esta elección no usual, una segunda intención con cierto olor y aun sabor de herejía. De todos modos, la dedicatoria del templo era una novedad y procedía de un hombre en el cual toda novedad era sospechosa.
A medida que eran mayores los progresos de su escuda, se acrecentaba también la hostilidad contra el fundador. Entro los nuevos enemigos de Abelardo, San Norberto, fundador (1120), en las soledades de Premontré, cerca de Laón, de la orden de canónigos regulares, era el más poderoso; pero el más vehemente fue el famoso San Bernardo, abad de Clairvaux, punto poco distante del Parácleto.
Poco menos de diez años hacía por entonces que San Bernardo, habiendo abandonado otra abadía por orden del prior, había bajado con algunos religiosos a un valle casi salvaje, a fin de fundar allí un monasterio. En muy poco tiempo el fundador había reunido en aquel lugar, bajo la ley de piedad ardiente y de una vida severa, muchos sombríos cenobitas que en presencia de San Bernardo temblaban: tanto era el respeto, el miedo y el amor que a un tiempo mismo les inspiraba. San Bernardo había creado en aquel monasterio una institución que, si bien no grosera ni anti-científica, contrastaba con el espíritu independiente, atrevido y razonador del Parácleto.
La comunidad dirigida por San Bernardo era como una reunión de soldados, tan dóciles como activos, que sacrificaban toda pasión individual al interés de la Iglesia y a la obra de su salvación. La escuela fundada por Abelardo venía a ser como una tribu libre que acampaba en despoblado solamente por gustar el placer de aprender y de admirar, de buscar la verdad en la contemplación de la naturaleza, y que veía en la religión antes una ciencia que una institución; más que una causa, un sentimiento.
Dos escuelas establecidas en lugares tan próximos y que desarrollaban principios tan diferentes no podían dejar de ser rivales; más aún, enemigas. Abelardo, pues, se creyó amenazado de nuevo. Él, que ya por temperamento y por carácter era inclinado a la suspicacia y a los temores, llegó a saber mucho más a consecuencia de las desgracias de que estuvo llena su vida.
Durante los últimos días que Abelardo pasó en el Parácleto, temía constantemente ser llevado ante un concilio, y acusado de nuevo de herejía. El acontecimiento más insignificante le llegó a parecer el relámpago mensajero del rayo.
Entregábase algunas veces a los arrebatos de la desesperación más violenta, y ocasiones hubo en que formó el propósito de huir definitivamente de los países católicos, y retirarse a un país de idólatras y vivir como cristiano entre los enemigos de Cristo, porque esperaba encontrar allí más caridad o más olvido. En tal disposición de ánimo abandonó el Parácleto para refugiarse en lo más oculto de la Bretaña. Allí escogió para retiro el antiguo monasterio de Saint-Guildas de Rhuys, cuyas ruinas se distinguen todavía sobre un promontorio que se extiende a lo largo de las lagunas de Morbihán, en el vértice de asperísimas rocas azotadas en su base por las olas del Océano. Abelardo pudo descansar allí durante algún tiempo y llegó a ser abad de aquel monasterio. Créese que por entonces debió de escribir su curioso libro: El sí y el no, obra originalísima y genial, colección de citas entresacadas de los Padres de la Iglesia en los cuales se contiene el pro y el contra, sobre las principales cuestiones de la fe. El coleccionador se abstuvo por completo de emitir opinión de cuenta propia, porque decía: «Es de los Padres de la Iglesia el deslinde de estas cuestiones.»
Este libro y el titulado Teología cristiana pusieron nuevamente a Abelardo en el terreno áspero de la lucha ardiente y de la controversia apasionada. San Bernardo, que bajo su tosco sayal de monje ejercía la inspección y vigilancia de los palacios y de los santuarios, denunció la nueva obra a la Santa Sede. «El espíritu humano, decía San Bernardo, en su primer llamamiento a los Cardenales, todo lo usurpa, invade los dominios de la fe y nada deja a esta virtud teologal. Pone mano profana en lo que es más fuerte que él; se arroja osado sobre las cosas divinas y viola, en vez de abrir, los lugares sagrados. Leed el libro de Pedro Abelardo que él titula TeologíaSan Bernardo, refiriéndose al mismo tema, escribía al papa Inocencio II: «La más temible peste, una enemistad doméstica, ha entrado en el seno de la Iglesia: una nueva fe aparece en Francia. El maestro Pedro y Arnaldo de Brescia, este azote del cual Roma acaba de librar a Italia, se han unido y conspiran contra el Señor y su Christo. Estas dos serpientes aproximan su escama, debilitan la fe en las almas sencillas, y corrompen las costumbres. Es el uno el rugiente león (Arnaldo de Brescia), el otro (Abelardo), el dragón que devora su presa en las tinieblas; pero el papa aplastará al león y al dragón. Amadísimo padre, no separes de la Iglesia, esposa de Cristo, tu brazo protector; piensa en su defensa y ciñe su espada.»El mismo lenguaje lleno de vehemencia y de energía emplea San Bernardo en su circular a todos los obispos y cardenales de la Corte de Roma; les recuerda que su oído debe estar presto a escuchar los gemidos de la esposa; que deben reconocer a su madre y no abandonarla a sus tribulaciones. Denúnciales la temeridad de ese Abelardo, perseguidor de la fe, enemigo de la cruz, monje por fuera, hereje por dentro, fraile sin regla, abad sin disciplina, culebra tortuosa que sale de su caverna, nueva hidra en cuyo cuello, por una cabeza cortada en Soissons, han aparecido otras siete. La Iglesia no podía permanecer sorda al llamamiento de San Bernardo, cenobita austero a quien papas y reyes elegían como árbitro en sus diferencias.
Fue, por consiguiente, convocado un concilio que se reunió el domingo 2 de junio do 1140 en Sens, ciudad casi completamente eclesiástica y metrópoli de París, en aquella época. Hubo, según cuentan los historiadores, gran concurrencia de arzobispos, obispos y abades; y el rey Luis VII, llamado el Joven, asistió con toda su corte a este concilio solemne.
El gran San Bernardo, según confesión propia, vaciló un momento antes de resolverse a medir sus armas en él con el gigante de la dialéctica. Abelardo apareció en medio de la asamblea. Enfrente de él y en una silla, que aún se enseñaba al público a fines del siglo pasado, estaba San Bernardo, que ejerció el cargo de acusador ante el concilio. San Bernardo tenía en sus manos los libros residenciados. Habíanse entresacado de ellos diez y siete proposiciones que se suponía encerraban las herejías de Arrio, de Sabelio, de Nestorio y de Pelagio relativas a los misterios de la Trinidad y de la Gracia.
Acusábase asimismo a Abelardo de haber enseñado que el pecado no reside en el hecho material, sino en la voluntad, o mejor dicho, en la intención y el asentimiento dado al mal conscientemente. San Bernardo dio orden para que fuesen leídas en voz alta esas proposiciones; pero comenzada apenas la lectura, fue interrumpida por Abelardo que se negó a oírla, declaró que no reconocía otro juez que el Sumo Pontífice, protestó y se retiró del local. Esta conducta de Abelardo en aquellas circunstancias ha sido muy comentada y ha dado motivo a muy empeñadas polémicas entre biógrafos e historiadores.
Los adversarios de Abelardo afirman que San Bernardo, lejos de manifestar nunca envidias, odio, ni prevenciones contra Abelardo, se dirigió por escrito a él invitándolo a retractarse y a corregir sus libros, y sólo cuando se convenció de que sus ruegos eran desoídos y menospreciados sus consejos, se decidió a llevar la acusación ante el concilio. «Entre esas proposiciones, dicen, hay cuatro que son pelagianas; tres sobre la Trinidad cuyo sentido literal es herético; en otra enseña el autor el optimismo; en la catorce sostiene que Jesucristo no bajó a los infiernos, ¿Qué le impedía retractarse de las unas y explicar las otras?»El apelar de la sentencia del concilio antes de haber sido pronunciada, añaden, revela desde luego muy mala fe y mucha soberbia. Los obispos eran sus jefes legítimos y sus superiores natos; el hecho sólo de rehusar su justificación le hacía acreedor a ser condenado. La prueba de que así era, es que, en efecto, el Sumo Pontífice lo condenó después. Entonces fue cuando Abelardo se retractó de sus errores.
Mientras así se expresan los adversarios de Abelardo, sus partidarios y admiradores dicen: «Abelardo apelando al Sumo Pontífice y recusando, por incompetente, un tribunal formado por jueces prevenidos contra él, se procuraba alguna probabilidad favorable, por tener amigos en Roma y el cardenal Guido Castello había sido discípulo suyo.»
De todas suertes, ocurrió después que el pontífice Inocencio II aprobó el concilio de Sens, ordenó que los libros heréticos fuesen quemados y condeno al autor a perpetuo silencio. Abelardo, convencido de su inocencia, intentó apelar personalmente ante la Santa Sede y se dirigió a Roma. Al pasar por la Abadía de Cluny, Pedro el Venerable, abad de aquel monasterio, le retuvo en aquella soledad, obtuvo el perdón del papa, y llegó hasta reconciliar a Abelardo con San Bernardo.
Abelardo halló por algún tiempo, en el monasterio de Cluny, la paz del espíritu que los placeres del mundo y las glorias de la ciencia no habían logrado procurarle. Sin embargo, sus fuerzas disminuían rápidamente y una enfermedad muy dolorosa de la piel le privaba de reposo. Se le aconsejó el cambio de aires y fue enviado al priorato de San Marcelo, cerca de Chalons.
Elevábase este priorato, no lejos de las márgenes del Saona, en uno de los sitios más agradables y más sanos de la Borgoña. En aquel alejamiento del mundo continuó su vida de aplicación y de estudio. A pesar de su debilidad y de sus sufrimientos no pasaba un momento sin rezar o leer, sin dictar o escribir. De pronto sus dolencias crónicas tomaron un carácter alarmante y murió resignado y tranquilo a la edad de sesenta y tres años.
Eloísa solicitó entonces y obtuvo las cenizas de su esposo. Este se las había ofrecido en una de sus cartas en la cual se leen las palabras siguientes: «Entonces me verás, no para derramar lágrimas, que ya no será tiempo: viértelas ahora para apagar en ellas ardores criminales: entonces me verás para fortificar tu piedad con el horror de un cadáver, y mi muerte, más elocuente que yo, te dirá qué es lo que se ama cuando se ama a un hombre.»Eloísa hizo enterrar en el Parácleto el cuerpo de su esposo, inmortalizado por ella, quizás más que por las obras del mismo Abelardo, y Pedro el Venerable escribió un epitafio para la tumba.
El Parácleto fue suprimido en 1792 y vendido en beneficio del Estado; pero la revolución exceptuó de la venta el sepulcro que encierra, según creencia general, los restos de Eloísa y Abelardo, que fueron trasladados posteriormente al cementerio del padre Lachaise en París, donde actualmente se hallan.
Mr. Cousin, en su Introducción a las obras inéditas de Abelardo, dice: «Héroe de novela en la Iglesia, gran talento en su tiempo bárbaro, jefe de secta y casi mártir de una opinión, es Abelardo un personaje por muchos conceptos extraordinario. Pero de todos estos títulos el que respecta a nuestro objeto y que le da sitio privilegiado y especial en la historia del entendimiento humano, es la invención de un nuevo sistema filosófico y la aplicación de este sistema y en general de la filosofía a la teología. Indudablemente antes de Abelardo pueden hallarse algunos ejemplos, bien que muy contados, de esta aplicación peligrosa, pero conveniente, aun con sus mismos extravíos, a los progresos de la razón: Abelardo fue, no obstante, quien lo erigió en principio, y él fue por consiguiente quien contribuyó a fundar la escolástica, pues la escolástica no es otra cosa. Después de Carlomagno, y aún antes, se enseñaba en muchas partes un poco de gramática y de lógica. Al propio tiempo no faltaba cierta enseñanza religiosa: pero esta enseñanza estaba reducida a una exposición, más o menos regular, de los dogmas sagrados. Podía bastar a la fe; pero no fecundaba la inteligencia. La aplicación a los estudios teológicos de la dialéctica trajo el espíritu de análisis y controversia que es al propio tiempo el defecto y la honra e la escolástica. Abelardo puede ser considerado en justicia como el primero que hizo esta aplicación y, por consiguiente, como el fundador de la filosofía de la edad media. De suerte que Francia ha dado a Europa la escolástica del siglo XII por Abelardo y, al principio del siglo XVII, le ha dado en Descartes al destructor de esta misma escolástica y el fundador y padre de la filosofía moderna. Y no se crea que hay inconsecuencia en esto, porque el espíritu mismo que había levado la enseñanza religiosa ordinaria a esa forma sistemática y racional que se llamó escolástica, rebasó los límites de esta misma forma y produjo la filosofía propiamente dicha. El mismo país ha podido, pues, producir, con el intervalo de algunos siglos a Pedro Abelardo y a Descartes. Adviértese entre estos dos hombres notable semejanza en medio de muy notables Herencias. Abelardo procuró darse cuenta de la ciencia única que se podía estudiar en su tiempo; la Teología: Descartes profundizó todo lo que ya era permitido estudiar en el suyo: el hombre y la naturaleza. Descartes no reconoció más autoridad que la razón; Abelardo pretendió deducir de la autoridad lo razonable. Ambos dudan, ambos investigan; quieren emprender todo lo posible y no descansan sino en lo evidente.
He aquí lo que ambos tomaron del espíritu francés, rasgo fundamental de semejanza que entraña consigo muchos otros; por ejemplo, la claridad de lenguaje que nace espontáneamente de la lucidez y de la precisión de las ideas.
Agréguese a esto que Abelardo y Descartes son, no solamente compatriotas, sino hijos de la misma provincia, de Bretaña, cuyos habitantes se han distinguido siempre por su vivo espíritu de independencia y su vigorosa personalidad.
No es de extrañar por consiguiente que se hallen en estos ilustres compatriotas, con su originalidad propia y natural, con cierta predisposición a no acatar servilmente lo hecho antes de su tiempo, ni aun lo que en su tiempo mismo se hacía, más consecuencia que solidez en sus opiniones; más seguridad que extensión; más vigor en el temple de la inteligencia y del carácter que elevación y profundidad en el pensamiento; más inventiva que sentido practico; más apego a las propias convicciones que anhelo por elevarse a lo universal. Ambos son, en fin, tercos, tenaces, atrevidos, innovadores, revolucionarios.»
Los adversarios de Abelardo y su doctrina se obstinan en probar que el desarreglo de las costumbres de Abelardo no provino de debilidad, sino de perversidad natural. Aseveran que había formado el propósito de seducir a Eloísa antes de que ésta fuese su discípula y que con intención tan aviesa se había hecho pupilo del canónigo Fulberto y se había ofrecido a dar lección a la sobrina de éste.
Asimismo la soberbia, la presunción, la envidia y el carácter mordaz de Abelardo se revelan en sus escritos y su conducta. La ambición del infatigable polemista era vencer en la argumentación a sus maestros, establecer la reputación propia sobre la ruina de las ajenas, quitar a los maestros sus alumnos y granjearse el aura popular por la multitud de discípulos. En concepto de estos enemigos, Abelardo atraía a sus oyentes más por sus talentos exteriores que por la solidez de su doctrina. «Su elocuencia, dicen, era seductora; pero no instructiva.» Se creaba enemigos deliberadamente sólo por el placer de desafiarlos. Enemigo de la reputación de San Norberto y de San Bernardo, a ambos calumnió.
Sostienen que se puso a profesor de teología sin haberla estudiado todo lo necesario y que las frívolas sutilezas de su dialéctica procedían de un juicio erróneo casi siempre.
Hay historiadores para quienes el sistema filosófico de Abelardo no era otra cosa que un término medio entre las escuelas nominalista y realista: término medio al cual dio el nombre de conceptualismo.
No es posible, ni sería justo cuando de Abelardo se habla, prescindir del libro que Carlos de Rémusat publicó en 1844 con el título Abelardo, su vida, su filosofía, y su teología. Quien quisiere estudiar profundamente estas materias debe acudir al libro de Carlos de Rémusat, teniendo en cuenta, sin embargo, la pasión del autor por el incansable polemista del siglo XII.
Abelardo se anticipó a Malebranche y a Leibnitz por profesar estos dos principios del optimismo: «No haciendo Dios más que lo que debe hacer, lo que hace Dios es lo mejor posible.» Abelardo también precedió a Fenelón en hacer del puro amor de Dios la fuente única de la moralidad religiosa: amor de Dios independiente de todo temor y de todo interés, de toda esperanza de salvación y de toda preocupación de condena.
Abelardo hacía consistir el mérito y el demérito de las acciones en la intención únicamente, y toda la virtud de las obras meritorias estaba para él en el sentimiento con el cual son realizadas.

domingo, 26 de julio de 2009

Etimologías

Agregar:
Los romanos llamaban grex, gregis a sus rebaños. Este sustantivo dio origen a numerosas palabras de nuestra lengua, empezando por grey, que en el lenguaje eclesiástico alude al ‘rebaño’ de la Iglesia. Cuando una res se sumaba al rebaño, los latinos usaban el prefijo a- antepuesto a gregis para formar aggregare, "agregar". Cuando una o varias reses eran separadas del grupo, se aplicaba el prefijo se- y se decía que eran "segregadas". Cuando el rebaño se dividía, se añadía el prefijo dis- para expresar que el grupo era "disgregado". Al final del día, se utilizaba el prefijo con- para señalar que el ganado se "congregaba" en un lugar para volver al establo. Cuando queremos decir que a los seres humanos les gusta vivir entre sus semejantes, como en un rebaño, les atribuimos carácter "gregario". Y cuando uno de ellos se destaca del rebaño, decimos que es "egregio".
Así, por fenómeno de prótesis, los prefijos se añaden al vocablo.
Antisemitismo
Según la definición del Diccionario de la Academia, antisemita es todo "enemigo de la raza hebrea, de su cultura o de su influencia". Esta definición es anacrónica por dos razones: 1) porque la ciencia no admite hoy que las diferencias étnicas entre los seres humanos alcancen el rango de ‘raza’; todos los hombres y mujeres pertenecen a una única raza, la humana; y 2) porque la religión, cultura y tradición hebreas son compartidas por varios grupos étnicos. La definición contiene aun un tercer error: los ‘semitas’ que según la Biblia serían los descendientes de Sem, hijo de Noé, no son sólo los hebreos sino también los pueblos árabes.
La palabra alemana Antisemitismus fue usada por primera vez, ya con su sentido actual, por el periodista y agitador alemán Wilhelm Marr, que la usó como un eufemismo en lugar de la expresión ‘odio a los judíos’. En 1912 la Liga Pangermánica adoptó el antisemitismo como uno de sus principios, una decisión que constituyó el primer paso hacia la tragedia que se desencadenaría sobre Europa a partir de la década de 1930.
Batalla
Del bajo latín galicano băttālia, “esgrima”; del latín tardío battualia, del verbo battuere, "batir". Además de la simplificación de la geminada dental sorda /tt/ > /t/, esta particular palabra es un semicultismo; se tendría que haber producido hiato: /lja/ > /ja/. Se produce la palatalización del grupo LY, del caso de yod II. Hubiera resultado "bataja", tal como dio este grupo en mulier > mujer.
Candidato
Quien se ofrece para ocupar un cargo público debería tener una trayectoria inmaculada, sin ninguna mancha que pudiera dejar alguna duda sobre su pasado. Así lo entendían ya los romanos, que hacían vestir a los aspirantes a esos cargos una túnica blanca, llamada candida, con la que se exhibían para manifestar públicamente la pureza y la honradez que cabía esperar de ellos.
El nombre de la túnica provenía de la raíz indoeuropea kand- o kend-, brillar, de la cual se han derivado palabras tales como candelabro, candente, candela, cándido, incandescente, incendio, etc. Ningún derivado de candidus llegó hasta nosotros con significado directamente alusivo al color blanco, pero la blancura deslumbrante que la palabra latina candor expresaba en la lengua de los césares se mantuvo en español con el sentido de "sinceridad, sencillez y pureza de ánimo" que la palabra también tenía en latín. El DRAE menciona el sentido de "suma blancura" como acepción de candor, pero en la práctica esta palabra es muy poco usada con ese sentido.
Con la extensión de la democracia desde la segunda mitad del siglo XVIII, la palabra candidato es hoy harto conocida en toda la comunidad hispanohablante. No lo era antes de esa época, como permite comprobar el Diccionario de Autoridades (denominación de la primera edición del DRAE, 1729), que decía: El que pretende y aspira o solicita conseguir alguna dignidad, cargo, ó empleo público honorífico. Es voz puramente Latina y de rarísimo uso.
Cabe añadir que las velas, candelas o cirios eran llamados en latín candela, en alusión al brillo que provenía del calor; de ahí la palabra candente, que en latín significaba ‘blanco o brillante como consecuencia del calor’, y la castellana incandescente.
Catalizar
Las ciencias sociales y la prensa utilizan cada vez con más frecuencia esta palabra con el sentido de ‘estimular’ o ‘acelerar’ un determinado proceso, como vemos en este texto extraído de un libro de arte:
El Omega Workshop, que seguía de cerca, como reconocía el mismo Fry, el ejemplo contemporáneo del Atelier Martine de Poiret, debía pues catalizar los intereses y las energías creativas de los jóvenes artistas brindándoles la manera de poder expresarse libremente.Este ejemplo corresponde a un uso de catalizar en sentido figurado, puesto que se trata de un término técnico usado originalmente en química. Los profesionales de esta ciencia, que es la que estudia las sustancias, saben que el desarrollo de una reacción molecular no es instantáneo, sino que la velocidad con que ocurre varía de acuerdo con numerosos parámetros. En muchos casos, es posible aumentar la velocidad de una reacción mediante el añadido de una sustancia que, sin sufrir ningún cambio químico, agiliza la transformación de otras, implicadas en el proceso. Es lo que ocurre en la elaboración del ácido sulfúrico, en la que la transformación del dióxido de azufre en trióxido es acelerada —catalizada— por la presencia, en caliente, del platino o del pentóxido de vanadio. Estos últimos son los catalizadores de la reacción.
Catalizar proviene del griego katálysis (disolución), derivada del verbo katalyein (disolver, desatar), de katá (hacia abajo), partícula procedente del indoeuropeo kat- (abajo) y de lyein (soltar, disgregar), también con origen en el indoeuropeo leu- (aflojar, dividir, cortar). La palabra fue usada por primera vez en 1836 por el químico sueco Jöns Jacob Berzelius, al observar un factor común en numerosas reacciones químicas: determinadas sustancias permanecían inalteradas durante el proceso de reacción en el que influían, debido a una fuerza que él denominó ‘catalítica’. Berzelius introdujo el término catálisis para denominar las reacciones químicas originadas por la influencia de esas fuerzas. Sin embargo, fue el químico alemán Johann Wolfgang Döbereiner, quien observó en 1823 el primer fenómeno de este tipo al encender hidrógeno por la catálisis de una esponja de platino.
Cliente
En la muy estratificada sociedad romana, cliens, clientis era aquel que estaba bajo la protección o la tutela de otro, a quien escuchaba, seguía y obedecía. Este sentido ha cambiado en el castellano moderno: el comerciante, el banquero, el profesional universitario no ven en el cliente a alguien que les obedece humildemente, sino a una persona que los favorece porque paga sus mercaderías o servicios.
Sin embargo, la antigua denotación romana se mantiene aún hoy en la ciencia política, en cuyo marco se llama clientes a los ciudadanos que acuden a los políticos en busca de favores, y política clientelista, a la que se basa en ese tipo de relación corrupta, en la que el político presta favores-empleos, ascensos, jubilaciones- a cambio de votos.
Griegos
Del adjetivo gentilicio latino graecus,a,um, “griego, heleno”. Al igual que en otros casos, como en caelus > cielo, el diptongo primario evolucionó en vocal abierta, y ésta dio el diptongo tónico. /ae/ > /ę/ > /ié/. También se produce la sonorización de la oclusiva velar sorda en contexto intervocálico: /c/ > /g/.
Llave:
Las primeras cerraduras que se usaron en Roma eran extremadamente simples: consistían en dos argollas, una en cada hoja de la puerta, en medio de las cuales se pasaba un clavo, clavus, clavi. Este sistema facilitaba en tal grado el trabajo de los ladrones que, para evitarlo, los artesanos fueron ideando sistemas más complejos en los cuales se confería al clavo una forma específica para cada puerta, de forma que sólo el dueño de casa o quien tuviera aquel clavo podía abrir y cerrar. Con esta novedad, el nombre del clavo cambió ligeramente para llamarse clavis, llave, clave.
En castellano llave fue usada desde muy temprano, aparece ya con su forma actual desde los poemas de Berceo (1230-1250). Clave llegó más tarde, adoptada por vía culta, en la segunda mitad del siglo XVI, y con un significado muy específico que se restringía a lo que sería el sentido figurado de llave: un código secreto, las reglas que revelan su funcionamiento, y aun un conjunto de signos.
Este vocablo responde al grupo de iniciales de origen culto que palatizaron en /ll/; ejemplo de ello es /pl/: /pleno/ > /lleno/ y /fl/: /flama/ > /llama/.
Llegar
Del verbo latino plĭcāre, “plegar”. Menéndez Pidal considera que el grupo de consonante sorda (en este caso /p/ ) seguida de /l/ hace que ésta se palatalice y se pierde la oclusiva: /pl/ > /ll/. Como en los grupos de consonante sonora seguida de /l/ en los casos de GL- aquélla se pierde, es probable que por analogía se registre por escrito la simplificación de la palatal. El grupo PL culto desaparece y es reemplazado por la palatalización. Es probable el registro escrito de la lateral simple en lugar de la geminada palatal. Es usual en el romance la sonorización de la sorda velar intervocálica: /c/ > /g/.
Melodía
Es una sucesión coordinada de notas con tono y duración específicos, enlazadas en el tiempo para producir una expresión musical coherente. La melodía es junto con el ritmo el aspecto ‘horizontal’ de la música que avanza en el tiempo, mientras que la armonía es el aspecto ‘vertical’, el sonido simultáneo de tonos distintos.
La palabra llegó al castellano proveniente del bajo latín melodia, que a su vez proviene del griego meloidia (canto, canto coral), formada por melos (canción, tonada, música, miembro de una tonada) y el griego oidía (canto), de aeídein (cantar).
Minuto
El adjetivo latino minutus (pequeño) procede del verbo minuere (mermar, reducir), con origen en el indoeuropeo mei- (pequeño), al igual que disminuido, menor, menos, mínimo, minucia, etc.
En latín medieval al minuto se lo denominó minuta, palabra clave extraída de pars minuta prima (primera parte pequeña), así llamado originalmente. En español, derivó a minuto, y como tal se documenta desde el siglo XV.
Algo parecido ha ocurrido con la palabra segundo: del indoeuropeo sek- (seguir), procede del latín sequire, con idéntico significado y de éste, también del latín, secundus (que sigue a otro, segundo). En latín medieval se llamó secunda, extraído de pars minuta secunda (segunda parte pequeña), que es como en principio se denominaba cada una de las partes en que se dividía una minuta.
Mucama
En numerosos países hispanoamericanos, mucama designa a una criada del servicio doméstico o, en algunos casos, a las personas encargadas de la limpieza de un hotel u hospital. A pesar de que el Diccionario de la Academia marca este vocablo como "brasileño de origen incierto", llama la atención el hecho de que aparezca también en Cuba, país que prácticamente no ha recibido influencia lingüística de Brasil.
Ocurre que esta palabra proviene de mukama, voz de la lengua africana quimbundo, con el significado de ‘esclava que es amante de su señor’. Como el quimbundo se habla en Angola, de donde provino buena parte de los esclavos traídos desde África, tanto a Brasil como a Cuba, es probable que mukama haya ingresado directamente desde el continente negro hacia esos países y sufrido en ambos el mismo cambio de significado.
Orín
Aunque esta palabra suele ser confundida con ‘orina’, y por más que el Diccionario de la Academia incluya una acepción con ese sentido, lo cierto es que orín es una palabra diferente, con una etimología totalmente distinta de la de ‘orina’.
Significa apenas ‘herrumbre’, el óxido de color castaño rojizo que se suele formar en la superficie del hierro. Proviene del latín ærugo, æruginis, que en latín vulgar se convirtió en aurigo, aurigines, vocablo usado inicialmente como denominación del hongo de los cereales, que cubre los vegetales de un color castaño amarillento. Se cree que la transición de la forma clásica a la vulgar ocurrió debido a la influencia de aurum (oro).
Existen registros en español de esta palabra desde el siglo xv, y aparece ya en el primer capítulo del Quijote, cuando Cervantes describe las armas del hidalgo:
Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón.
Otro/s
Del pronombre latino alter, a, um. Se produce la evolución normal del grupo /alt/, que vocalizó la líquida lateral dental /l/ en [w] semivocálica, e hizo que el diptongo /au/ se volviera la vocal tónica /o/: /alt/ > /aut/ > /ot/. Es muy usual en romance la vocalización de este grupo, que presenta un diptongo que desaparece.
Parangón
Los alquimistas fracasaron en la investigación en pos de una fórmula que les permitiera trasmutar en oro todos los metales. Sin embargo, su trabajo permitió que el hombre avanzara en el conocimiento de las sustancias, preparando el terreno para el advenimiento de la Química, que llegaría en el Renacimiento. Descubrieron, por ejemplo, el secreto de la ‘piedra de toque’, utilizado hasta hoy por los joyeros. Se trata de cierta variedad de cuarzo, la ‘lidita’, que al ser frotada contra un objeto de oro queda con una ligera marca sobre la cual se aplican reactivos. De esta manera, el profesional logra saber si el objeto es realmente de oro y cuál es su grado de pureza. La lidita o jaspe de Egipto se usa desde muy antiguo, pero los alquimistas preferían llamarla ‘piedra de toque’ o paragón, palabra tomada del italiano paragonare (someter el oro a la prueba de la piedra de toque). La voz italiana provenía del griego parakonein (aguzar, afilar, sacar punta), derivado de akoné (piedra de afilar, piedra pómez).
La palabra paragón se halla registrada en nuestra lengua desde el siglo XVI, con el sentido de ‘comparación’, pero muy pronto el uso la fue convirtiendo en parangón, aunque el Diccionario de la Real Academia reconoce aún hoy ambas formas.
Patraña:
Es una mentira o noticia fabulosa, una mera invención. Los pastores tienen fama de mentirosos, tal vez sólo superada por la de los pescadores, como nos demuestra el origen de esta palabra, que en la obra de Juan Manuel El conde Lucanor (1335), aparecía como "pastraña", con el significado de ‘noticia fabulosa’: Por esto diçe la pastraña vieja ardida non ha mala palabra/sinon es a mal tenjda veras que bien es dicha/si bien fuese entendida entiende bien my dicho.
Dos siglos más tarde, el dramaturgo extremeño Bartolomé de Torres Naharro la utilizó por primera vez bajo la forma actual en su Propaladia. Según Corominas, la pérdida de la letra "s" habría sido causada por influencia del vocablo "patarata" (cosa ridícula o despreciable).
"Pastraña" se originó a partir del latín pastoranea, que significaba ‘fábula propia de pastores’. Evidencia la evolución la pérdida de la vocal átona /o/ por síncopa y un caso de yod, grupo NY. De esta manera: /pastoranea/ > /past'ránja/. La presencia de yod cierra un grado la vocal /a/ abierta y palataliza la consonante nasal dental /n/.
El término tenía un sinónimo usado en el siglo XIII, "pastrija", que se perdió en el tiempo, pero que aparece en los poemas de Mester de Clerecía de Gonzalo de Berceo. Este vocablo derivaba del latín "pastorilia", con el mismo significado; se originó a partir del latín que significaba ‘fábula propia de pastores’. Presenta un caso de yod, grupo LY, que evoluciona en "j". Así /pastorilia/ > /past'rija/. Pronunciábase "pastriya".
Perplejo
Proviene del latín perplexus, formado con el prefijo reforzativo per- y el participio pasivo del verbo plectere, que significaba ‘tejer’, ‘enredar’, ‘dar muchas vueltas’, ‘torcer’. Llegó a nuestra lengua a través del francés antiguo perplex. Se ha dicho que este término es una alusión metafórica al hecho de que la perplejidad es una especie de nudo intelectual, como el enredo sugerido por plectere. Perplejo aparece registrado por primera vez con su forma actual en el diccionario de Terreros (1780), que define su significado como "dudoso, indeterminado", pero se usaba ya desde el siglo XIII bajo la grafía antigua: perplexo, como en este trecho de la Gran conquista de ultramar: E porende estaua muy perplexo que no sabia a qual destas cosas se acoger.
Prestidigitador
Una falsa etimología, no por eso menos difundida, es que proviene del latín præstus (pronto) y digitus (dedo). En realidad, se originó en el bajo latín præstigium (fantasmagoría, juegos de habilidad manual) y su derivada præstigiator (el que hace juegos de mano). Sin embargo, el respetado Dictionnaire d’étymologie de Albert Dauzat recoge como buena esta falsa versión, que surgió por primera vez en francés en 1829, como prestidigitateur en lugar de prestigiateur. Esta forma fue adoptada en castellano en 1855 como prestidigitador.
En español, prestigio* significó inicialmente ‘juegos de mano’, como en latín, y más tarde, ‘fascinación o ilusión con que se impresiona a alguien’. Este último significado fue evolucionando hacia el actual, de ‘ascendiente’ e ‘influencia’
Quejar
Por lo común, significaba “aquejar, afligir” en el idioma antiguo; del latín vulgar * “quassiare”, “golpear violentamente, quebrantar”. “Quexar” es muy a menudo tratado en los siglos XIII y XIV en los sentidos mencionados primero. El vocablo está todavía tan cerca del sentido de “quassare”, “quebrantar” que se confunde con él; a veces se hace intransitivo, como en este caso.
Quórum
Hoy llamamos quórum al número mínimo de miembros necesario para que sean válidas las decisiones que adopte un cuerpo deliberante o legislativo. La exigencia de quórum es una forma de evitar que una decisión pueda ser adoptada por un pequeño número de miembros.
En los cuerpos colegiados de la antigua Roma, cada nuevo miembro era recibido mediante la fórmula quorum vos unum esse volemus (de los cuales queremos tú seas uno). Esta fórmula se aplicó también en un antiguo tribunal británico, cuyos miembros actuaban en forma solidaria, que se denominaba Justices of the Quorum.
En los Parlamentos modernos, una de las técnicas de obstrucción llevadas a cabo por los sectores de oposición consiste en no hacerse presente en las reuniones, de manera de lograr que el Cuerpo no tenga quórum para sesionar o para votar.
Ramera
Hacia fines de la Edad Media, era costumbre en España colgar un ramo en la puerta de las tabernas para indicar que no se trataba de viviendas particulares y llamar de esta manera la atención de los clientes (ver).
Las prostitutas, así como hoy ocultan sus negocios haciéndolos pasar por casas de masajes, en aquella época los disimulaban colgando en su puertas un ramo, como si se tratara de tabernas.
Por esa razón, las comadres empezaron a llamarlas rameras, una palabra que les sonaba más púdica que "prostituta". Este vocablo aparece registrado por primera vez en español a finales del siglo xv, como, por ejemplo, en La Celestina (1499), de Fernando de Rojas:
Esta mujer es marcada ramera, según tú me dijiste, cuanto con ella te pasó has de creer que no carece de engaño. Sus ofrecimientos fueron falsos y no sé yo a qué fin.
Retahíla
El Diccionario define esta palabra como "una serie de cosas que están, suceden o se mencionan por su orden". Sin embargo, el uso, verificado en diversos corpus, indica que retahíla se utiliza normalmente para ‘una serie de cosas desagradables o negativas’, como vemos en este ejemplo de 1640, tomado de El siglo pitagórico, de Antonio Enríquez Gómez:
¿No me dirás qué fama o qué memoria, qué tesoros, qué premios o qué gloria tienes buscando vidas con una retahíla de homicidas? Infame, ¿quién te mete en la vida de Pedro, o qué promete oficio que espió faltas ajenas, siendo las propias [...].
Retahíla parece haberse formado en el latín medieval peninsular recta fila, que era el plural de rectum filum (línea recta).
Soberbia
Del latín sŭpērbia. Si bien se produjo la evolución normal de la vocal /ŭ/ breve átona, que abrió en latín oral y cerró un grado en prerromance, lo cual originó la /o/ átona interna, se trata de un semicultismo. Esto se debe a que hubo un caso de yod III por eliminación de hiato, grupo BY, lo cual hubiera originado "soberya".
/i/: conservación normal de la vocal /i/.
/a/: conservación normal de la /a/ en contexto final. Pérdida de la nasal labial sonora en contexto final.% de consonante nasal labial sonora /m/ en contexto final

sábado, 25 de julio de 2009

El Conde Lucanor: entre la transtextualidad y los niveles narrativos

Don Juan Manuel nace en Escalona (Toledo), hijo del Infante don Manuel y de doña Beatriz de Saboya. Don Manuel es el hermano de Alfonso X el Sabio, por lo que se educa en la corte de su tío. En política, no duda en enemistarse con el rey Alfonso XI y aliarse con los moros y mantiene relaciones estrechas con los frailes dominicos, por lo que funda el Convento de San Juan y San Pedro de Peñafiel el 1330. Allí deposita sus manuscritos y allí está sepultado.
La sociedad medieval es teocéntrica, por ello está jerárquicamente ordenada. Es que la igualdad social lleva al caos y Dios quiere ese orden. A esa desigualdad social le corresponde una igualdad humana solo en el nacimiento y en la muerte. Este tema comienza en la literatura española en la segunda mitad del siglo XIV. La muerte llama despiadadamente a todos por igual. Cualquier sublevación es herejía. (ver Danzas de la muerte).
El libro de los enxiemplos del Conde Lucanor et de Patronio está redactado en prosa, la cual surge a partir de un siglo después que la poesía romance y a instancias de Alfonso X. Su origen es de tendencia erudita para difundir obras doctrinales, históricas, científicas y narrativas, mientras que la poesía es de origen popular y tono heroico.
Entre los hipotextos de Lucanor se encuentran aquellos de origen oriental como el Calila e Dimna (traducida al castellano en 1251 por orden del entonces Infante Alfonso), con 2 lobos o chacales son los narradores de los cuentos; Pantchatantra, refundición del Calila... del que solo reproduce 5 capítulos, con apólogo principal y parábolas, fábulas y proverbios; Hitopadesa, imitación india del anterior con colección de esos mismo elementos; Sendebar, colección de 26 cuentos de origen indio que reproducen las andanzas de los los lobos Calila y Dimna; Barlaam y Josafat, novela de origen indio, adaptación cristiana de la leyenda de Buda; fuentes árabes desconocidas.
Otros son de origen clásico, como las colecciones de fábulas de Fedro y Esopo, Historia natural de Plinio y ejemplarios latinos medievales usados por los clérigos predicantes. También hay de origen histórico, como las crónicas medievales españolas Crónica General, Crónica del Santo Rey don Fernando, Crónica de Fernán González. También La Biblia, Nuevo Testamento especialmente.
Los temas son variados y fundamentales: el desinterés, la predestinación, contentarse con lo que se posee, prever los peligros, daños que provoca la adulación, ilusiones desmedidas, hacer caso de opiniones ajenas, supersticiones, hipocresía, honra, el bien y el mal y la verdad y la mentira, prodigalidad, ingratitud, miedo injustificado, avaricia, terquedad, ira, codicia, envidia, soberbia, paciencia. La honra significa lo que el hombre vale por sí mismo, no por sangre o por riqueza; no como gloria sino como opinión pública, como juicio valorativo de la sociedad. Honra y fama se identifican por su carácter social y debe ser ganado.
Otro gran tema es la mujer, que aparece secundaria, inferior al hombre, sometida primero al padre y luego al marido. En los enxiemplos no aparecen los sentimientos; el amor está ausente. Hay diversos tipos de mujer: ilusa, terca, inteligente y sumisa, obediente, brava, maligna, esposa ejemplar, falsa, fuerte y honesta con sentido común y oportuna prudencia.
Don Juan Manuel es el primero en tener conciencia de escritor y se preocupa por la transmisión fiel, por eso se adelanta a culpar a los copistas por sus "yerros". Involucra la concepción medieval de enseñar deleitando, la confluencia de la división clásica de fondo -didáctico y moral- y forma- elaborada estilísticamente.
La estructura general de la obra tiene 5 partes:
  • 1° parte: contiene los enxiemplos del Conde Lucanor;
  • 2° parte: trata los mismos temas e ideas pero cambia el estilo, más cerrado, elevado y difícil, con sentencias, proverbios, con antítesis juegos de palabras y enumeraciones;
  • 3° parte:como introducción, el Razonamiento de Patronio y Lucanor enumera la continuidad de la obra para dar mayor oscuridad;
  • 4° parte: forma llana de los enxiemplos, razonamiento lógico y discurso religioso doctrinal;
  • 5° parte: estructura general y estilos.
La estructura de El Conde Lucanor es un relato enmarcado, pues cada cuento se halla así entre un comienzo y un final que son de la ficción general, pero que pueden suprimirse sin alterar la unidad narrativa. Todos y cada uno de los enxemplos tiene estructura similar de 4 partes:
  1. diálogo entre Lucanor y Patronio; el primero plantea un problema concreto, con resonancia moral, sin saber cómo resolverlo; solicita ayuda a Patronio por su buen entendimiento; este recuerda casos similares;
  2. Patronio cuenta la estoria, núcleo narrativo del enxiemplo;
  3. Patronio aplica la enseñanza de la estoria al problema del Conde, y subraya el vicio o virtud en cada caso;
  4. el autor, don Johán, interviene en 3° persona, considera muy bueno el enxiemplo y agrega unos viessos, que recogen la sentencia o moraleja apropiada.
El texto no presenta descripción de caracteres. Tzvetan Todorov distingue entre el relato psicológico y el apsicológico. El primero permite conocer la personalidad, ve un síntoma, considera la acción misma: acción transitiva. El segundo destaca la acción no como rasgo de carácter, sino como acento, y este acento no se hace en el sujeto sino en el predicado: acción predicativa. El personaje para Todorov es una historia virtual que es la historia de su vida. Todo nuevo personaje es una nueva intriga. Son los hombres-relato.
La aparición de un nuevo personaje produce la interrogación de la historia anterior para que una nueva sea relatada. Una 2° está contenida en la 1°. Esto se llama inserción, y coincide con la estructura sintáctica, con las proposiciones incluidas o subordinadas. Por ello tiene una estructural gramatical de Sujeto-verbum dicendi-Objeto Directo en el siguiente esquema:

Por ello, comparte la misma categoría con el Decamerón, Cuentos de Canterbury, Las 1001 noches. Sus personajes, sus narradores, son hombres-relato, incluidos algunos de Quijote. Para Gerard Genette, hay niveles narrativos y tipos de narrador según estos últimos. Se pueden plasmar en los siguientes cuadros:


El Conde Lucanor es un corpus de exempla tomados y recreados de los fabularios latinos y orientales. Los siguientes son hipotextos de El brujo postergado de Jorge Luis Borges y La fierecilla domada de William Shakespeare.

Cuento XI
Lo que sucedió a un deán de Santiago con don Illán, el mago de Toledo

Otro día hablaba el Conde Lucanor con Patronio y le dijo lo siguiente:
-Patronio, un hombre vino a pedirme que le ayudara en un asunto en que me necesitaba, prometiéndome que él haría por mí cuanto me fuera más provechoso y de mayor honra. Yo le empecé a ayudar en todo lo que pude. Sin haber logrado aún lo que pretendía, pero pensando él que el asunto estaba ya solucionado, le pedí que me ayudara en una cosa que me convenía mucho, pero se excusó. Luego volví a pedirle su ayuda, y nuevamente se negó, con un pretexto; y así hizo en todo lo que le pedí. Pero aún no ha logrado lo que pretendía, ni lo podrá conseguir si yo no le ayudo. Por la confianza que tengo en vos y en vuestra inteligencia, os ruego que me aconsejéis lo que deba hacer.
-Señor conde -dijo Patronio-, para que en este asunto hagáis lo que se debe, mucho me gustaría que supierais lo que ocurrió a un deán de Santiago con don Illán, el mago que vivía en Toledo.
El conde le preguntó lo que había pasado.
-Señor conde -dijo Patronio-, en Santiago había un deán que deseaba aprender el arte de la nigromancia y, como oyó decir que don Illán de Toledo era el que más sabía en aquella época, se marchó a Toledo para aprender con él aquella ciencia. Cuando llegó a Toledo, se dirigió a casa de don Illán, a quien encontró leyendo en una cámara muy apartada. Cuando lo vio entrar en su casa, don Illán lo recibió con mucha cortesía y le dijo que no quería que le contase los motivos de su venida hasta que hubiese comido y, para demostrarle su estima, lo acomodó muy bien, le dio todo lo necesario y le hizo saber que se alegraba mucho con su venida.
»Después de comer, quedaron solos ambos y el deán le explicó la razón de su llegada, rogándole encarecidamente a don Illán que le enseñara aquella ciencia, pues tenía deseos de conocerla a fondo. Don Illán le dijo que si ya era deán y persona muy respetada, podría alcanzar más altas dignidades en la Iglesia, y que quienes han prosperado mucho, cuando consiguen todo lo que deseaban, suelen olvidar rápidamente los favores que han recibido, por lo que recelaba que, cuando hubiese aprendido con él aquella ciencia, no querría hacer lo que ahora le prometía. Entonces el deán le aseguró que, por mucha dignidad que alcanzara, no haría sino lo que él le mandase.
»Hablando de este y otros temas estuvieron desde que acabaron de comer hasta que se hizo la hora de la cena. Cuando ya se pusieron de acuerdo, dijo el mago al deán que aquella ciencia sólo se podía enseñar en un lugar muy apartado y que por la noche le mostraría dónde había de retirarse hasta que la aprendiera. Luego, cogiéndolo de la mano, lo llevó a una sala y, cuando se quedaron solos, llamó a una criada, a la que pidió que les preparase unas perdices para la cena, pero que no las asara hasta que él se lo mandase.
»Después llamó al deán, se entraron los dos por una escalera de piedra muy bien labrada y tanto bajaron que parecía que el río Tajo tenía que pasar por encima de ellos. Al final de la escalera encontraron una estancia muy amplia, así como un salón muy adornado, donde estaban los libros y la sala de estudio en la que permanecerían. Una vez sentados, y mientras ellos pensaban con qué libros habrían de comenzar, entraron dos hombres por la puerta y dieron al deán una carta de su tío el arzobispo en la que le comunicaba que estaba enfermo y que rápidamente fuese a verlo si deseaba llegar antes de su muerte. Al deán esta noticia le causó gran pesar, no sólo por la grave situación de su tío sino también porque pensó que habría de abandonar aquellos estudios apenas iniciados. Pero decidió no dejarlos tan pronto y envió una carta a su tío, como respuesta a la que había recibido.
»Al cabo de tres o cuatro días, llegaron otros hombres a pie con una carta para el deán en la que se le comunicaba la muerte de su tío el arzobispo y la reunión que estaban celebrando en la catedral para buscarle un sucesor, que todos creían que sería él con la ayuda de Dios; y por esta razón no debía ir a la iglesia, pues sería mejor que lo eligieran arzobispo mientras estaba fuera de la diócesis que no presente en la catedral.
»Y después de siete u ocho días, vinieron dos escuderos muy bien vestidos, con armas y caballos, y cuando llegaron al deán le besaron la mano y le enseñaron las cartas donde le decían que había sido elegido arzobispo. Al enterarse, don Illán se dirigió al nuevo arzobispo y le dijo que agradecía mucho a Dios que le hubieran llegado estas noticias estando en su casa y que, pues Dios le había otorgado tan alta dignidad, le rogaba que concediese su vacante como deán a un hijo suyo. El nuevo arzobispo le pidió a don Illán que le permitiera otorgar el deanazgo a un hermano suyo prometiéndole que daría otro cargo a su hijo. Por eso pidió a don Illán que se fuese con su hijo a Santiago. Don Illán dijo que lo haría así.
»Marcharon, pues, para Santiago, donde los recibieron con mucha pompa y solemnidad. Cuando vivieron allí cierto tiempo, llegaron un día enviados del papa con una carta para el arzobispo en la que le concedía el obispado de Tolosa y le autorizaba, además, a dejar su arzobispado a quien quisiera. Cuando se enteró don Illán, echándole en cara el olvido de sus promesas, le pidió encarecidamente que se lo diese a su hijo, pero el arzobispo le rogó que consintiera en otorgárselo a un tío suyo, hermano de su padre. Don Illán contestó que, aunque era injusto, se sometía a su voluntad con tal de que le prometiera otra dignidad. El arzobispo volvió a prometerle que así sería y le pidió que él y su hijo lo acompañasen a Tolosa.
»Cuando llegaron a Tolosa fueron muy bien recibidos por los condes y por la nobleza de aquella tierra. Pasaron allí dos años, al cabo de los cuales llegaron mensajeros del papa con cartas en las que le nombraba cardenal y le decía que podía dejar el obispado de Tolosa a quien quisiere. Entonces don Illán se dirigió a él y le dijo que, como tantas veces había faltado a sus promesas, ya no debía poner más excusas para dar aquella sede vacante a su hijo. Pero el cardenal le rogó que consintiera en que otro tío suyo, anciano muy honrado y hermano de su madre, fuese el nuevo obispo; y, como él ya era cardenal, le pedía que lo acompañara a Roma, donde bien podría favorecerlo. Don Illán se quejó mucho, pero accedió al ruego del nuevo cardenal y partió con él hacia la corte romana.
»Cuando allí llegaron, fueron muy bien recibidos por los cardenales y por la ciudad entera, donde vivieron mucho tiempo. Pero don Illán seguía rogando casi a diario al cardenal para que diese algún beneficio eclesiástico a su hijo, cosa que el cardenal excusaba.
»Murió el papa y todos los cardenales eligieron como nuevo papa a este cardenal del que os hablo. Entonces, don Illán se dirigió al papa y le dijo que ya no podía poner más excusas para cumplir lo que le había prometido tanto tiempo atrás, contestándole el papa que no le apremiara tanto pues siempre habría tiempo y forma de favorecerle. Don Illán empezó a quejarse con amargura, recordándole también las promesas que le había hecho y que nunca había cumplido, y también le dijo que ya se lo esperaba desde la primera vez que hablaron; y que, pues había alcanzado tan alta dignidad y seguía sin otorgar ningún privilegio, ya no podía esperar de él ninguna merced. El papa, cuando oyó hablar así a don Illán, se enfadó mucho y le contestó que, si seguía insistiendo, le haría encarcelar por hereje y por mago, pues bien sabía él, que era el papa, cómo en Toledo todos le tenían por sabio nigromante y que había practicado la magia durante toda su vida.
»Al ver don Illán qué pobre recompensa recibía del papa, a pesar de cuanto había hecho, se despidió de él, que ni siquiera le quiso dar comida para el camino. Don Illán, entonces, le dijo al papa que, como no tenía nada para comer, habría de echar mano a las perdices que había mandado asar la noche que él llegó, y así llamó a su criada y le mandó que asase las perdices.
»Cuando don Illán dijo esto, se encontró el papa en Toledo, como deán de Santiago, tal y como estaba cuando allí llegó, siendo tan grande su vergüenza que no supo qué decir para disculparse. Don Illán lo miró y le dijo que bien podía marcharse, pues ya había comprobado lo que podía esperar de él, y que daría por mal empleadas las perdices si lo invitase a comer.
»Y vos, señor Conde Lucanor, pues veis que la persona a quien tanto habéis ayudado no os lo agradece, no debéis esforzaros por él ni seguir ayudándole, pues podéis esperar el mismo trato que recibió don Illán de aquel deán de Santiago.
El conde pensó que era este un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.
Y como comprendió don Juan que el cuento era bueno, lo mandó poner en este libro e hizo los versos, que dicen así:
Cuanto más alto suba aquel a quien ayudéis,
menos apoyo os dará cuando lo necesitéis.

Cuento XXXV.
Lo que sucedió a un mancebo que casó con una muchacha muy rebelde


Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le decía:
-Patronio, un pariente mío me ha contado que lo quieren casar con una mujer muy rica y más ilustre que él, por lo que esta boda le sería muy provechosa si no fuera porque, según le han dicho algunos amigos, se trata de una doncella muy violenta y colérica. Por eso os ruego que me digáis si le debo aconsejar que se case con ella, sabiendo cómo es, o si le debo aconsejar que no lo haga.
-Señor conde -dijo Patronio-, si vuestro pariente tiene el carácter de un joven cuyo padre era un honrado moro, aconsejadle que se case con ella; pero si no es así, no se lo aconsejéis.
El conde le rogó que le contase lo sucedido.
Patronio le dijo que en una ciudad vivían un padre y su hijo, que era excelente persona, pero no tan rico que pudiese realizar cuantos proyectos tenía para salir adelante. Por eso el mancebo estaba siempre muy preocupado, pues siendo tan emprendedor no tenía medios ni dinero.
En aquella misma ciudad vivía otro hombre mucho más distinguido y más rico que el primero, que sólo tenía una hija, de carácter muy distinto al del mancebo, pues cuanto en él había de bueno, lo tenía ella de malo, por lo cual nadie en el mundo querría casarse con aquel diablo de mujer.
Aquel mancebo tan bueno fue un día a su padre y le dijo que, pues no era tan rico que pudiera darle cuanto necesitaba para vivir, se vería en la necesidad de pasar miseria y pobreza o irse de allí, por lo cual, si él daba su consentimiento, le parecía más juicioso buscar un matrimonio conveniente, con el que pudiera encontrar un medio de llevar a cabo sus proyectos. El padre le contestó que le gustaría mucho poder encontrarle un matrimonio ventajoso.
Dijo el mancebo a su padre que, si él quería, podía intentar que aquel hombre bueno, cuya hija era tan mala, se la diese por esposa. El padre, al oír decir esto a su hijo, se asombró mucho y le preguntó cómo había pensado aquello, pues no había nadie en el mundo que la conociese que, aunque fuera muy pobre, quisiera casarse con ella. El hijo le contestó que hiciese el favor de concertarle aquel matrimonio. Tanto le insistió que, aunque al padre le pareció algo muy extraño, le dijo que lo haría.
Marchó luego a casa de aquel buen hombre, del que era muy amigo, y le contó cuanto había hablado con su hijo, diciéndole que, como el mancebo estaba dispuesto a casarse con su hija, consintiera en su matrimonio. Cuando el buen hombre oyó hablar así a su amigo, le contestó:
-Por Dios, amigo, si yo autorizara esa boda sería vuestro peor amigo, pues tratándose de vuestro hijo, que es muy bueno, yo pensaría que le hacía grave daño al consentir su perjuicio o su muerte, porque estoy seguro de que, si se casa con mi hija, morirá, o su vida con ella será peor que la misma muerte. Mas no penséis que os digo esto por no aceptar vuestra petición, pues, si la queréis como esposa de vuestro hijo, a mí mucho me contentará entregarla a él o a cualquiera que se la lleve de esta casa.
Su amigo le respondió que le agradecía mucho su advertencia, pero, como su hijo insistía en casarse con ella, le volvía a pedir su consentimiento.
Celebrada la boda, llevaron a la novia a casa de su marido y, como eran moros, siguiendo sus costumbres les prepararon la cena, les pusieron la mesa y los dejaron solos hasta la mañana siguiente. Pero los padres y parientes del novio y de la novia estaban con mucho miedo, pues pensaban que al día siguiente encontrarían al joven muerto o muy mal herido.
Al quedarse los novios solos en su casa, se sentaron a la mesa y, antes de que ella pudiese decir nada, miró el novio a una y otra parte y, al ver a un perro, le dijo ya bastante airado:
-¡Perro, danos agua para las manos!
El perro no lo hizo. El mancebo comenzó a enfadarse y le ordenó con más ira que les trajese agua para las manos. Pero el perro seguía sin obedecerle. Viendo que el perro no lo hacía, el joven se levantó muy enfadado de la mesa y, cogiendo la espada, se lanzó contra el perro, que, al verlo venir así, emprendió una veloz huida, perseguido por el mancebo, saltando ambos por entre la ropa, la mesa y el fuego; tanto lo persiguió que, al fin, el mancebo le dio alcance, lo sujetó y le cortó la cabeza, las patas y las manos, haciéndolo pedazos y ensangrentando toda la casa, la mesa y la ropa.
Después, muy enojado y lleno de sangre, volvió a sentarse a la mesa y miró en derredor. Vio un gato, al que mandó que trajese agua para las manos; como el gato no lo hacía, le gritó:
-¡Cómo, falso traidor! ¿No has visto lo que he hecho con el perro por no obedecerme? Juro por Dios que, si tardas en hacer lo que mando, tendrás la misma muerte que el perro.
El gato siguió sin moverse, pues tampoco es costumbre suya llevar el agua para las manos. Como no lo hacía, se levantó el mancebo, lo cogió por las patas y lo estrelló contra una pared, haciendo de él más de cien pedazos y demostrando con él mayor ensañamiento que con el perro.
Así, indignado, colérico y haciendo gestos de ira, volvió a la mesa y miró a todas partes. La mujer, al verle hacer todo esto, pensó que se había vuelto loco y no decía nada.
Después de mirar por todas partes, vio a su caballo, que estaba en la cámara y, aunque era el único que tenía, le mandó muy enfadado que les trajese agua para las manos; pero el caballo no le obedeció. Al ver que no lo hacía, le gritó:
-¡Cómo, don caballo! ¿Pensáis que, porque no tengo otro caballo, os respetaré la vida si no hacéis lo que yo mando? Estáis muy confundido, pues si, para desgracia vuestra, no cumplís mis órdenes, juro ante Dios daros tan mala muerte como a los otros, porque no hay nadie en el mundo que me desobedezca que no corra la misma suerte.
El caballo siguió sin moverse. Cuando el mancebo vio que el caballo no lo obedecía, se acercó a él, le cortó la cabeza con mucha rabia y luego lo hizo pedazos.
Al ver su mujer que mataba al caballo, aunque no tenía otro, y que decía que haría lo mismo con quien no le obedeciese, pensó que no se trataba de una broma y le entró tantísimo miedo que no sabía si estaba viva o muerta.
Él, así, furioso, ensangrentado y colérico, volvió a la mesa, jurando que, si mil caballos, hombres o mujeres hubiera en su casa que no le hicieran caso, los mataría a todos. Se sentó y miró a un lado y a otro, con la espada llena de sangre en el regazo; cuando hubo mirado muy bien, al no ver a ningún ser vivo sino a su mujer, volvió la mirada hacia ella con mucha ira y le dijo con muchísima furia, mostrándole la espada:
-Levantaos y dadme agua para las manos.
La mujer, que no esperaba otra cosa sino que la despedazaría, se levantó a toda prisa y le trajo el agua que pedía. Él le dijo:
-¡Ah! ¡Cuántas gracias doy a Dios porque habéis hecho lo que os mandé! Pues de lo contrario, y con el disgusto que estos estúpidos me han dado, habría hecho con vos lo mismo que con ellos.
Después le ordenó que le sirviese la comida y ella le obedeció. Cada vez que le mandaba alguna cosa, tan violentamente se lo decía y con tal voz que ella creía que su cabeza rodaría por el suelo.
Así ocurrió entre los dos aquella noche, que nunca hablaba ella sino que se limitaba a obedecer a su marido. Cuando ya habían dormido un rato, le dijo él:
-Con tanta ira como he tenido esta noche, no he podido dormir bien. Procurad que mañana no me despierte nadie y preparadme un buen desayuno.
Cuando aún era muy de mañana, los padres, madres y parientes se acercaron a la puerta y, como no se oía a nadie, pensaron que el novio estaba muerto o gravemente herido. Viendo por entre las puertas a la novia y no al novio, su temor se hizo muy grande.
Ella, al verlos junto a la puerta, se les acercó muy despacio y, llena de temor, comenzó a increparles:
-¡Locos, insensatos! ¿Qué hacéis ahí? ¿Cómo os atrevéis a llegar a esta puerta? ¿No os da miedo hablar? ¡Callaos, si no, todos moriremos, vosotros y yo!
Al oírla decir esto, quedaron muy sorprendidos. Cuando supieron lo ocurrido entre ellos aquella noche, sintieron gran estima por el mancebo porque había sabido imponer su autoridad y hacerse él con el gobierno de su casa. Desde aquel día en adelante, fue su mujer muy obediente y llevaron muy buena vida.
Pasados unos días, quiso su suegro hacer lo mismo que su yerno, para lo cual mató un gallo; pero su mujer le dijo:
-En verdad, don Fulano, que os decidís muy tarde, porque de nada os valdría aunque mataseis cien caballos: antes tendríais que haberlo hecho, que ahora nos conocemos de sobra.
Y concluyó Patronio:
-Vos, señor conde, si vuestro pariente quiere casarse con esa mujer y vuestro familiar tiene el carácter de aquel mancebo, aconsejadle que lo haga, pues sabrá mandar en su casa; pero si no es así y no puede hacer todo lo necesario para imponerse a su futura esposa, debe dejar pasar esa oportunidad. También os aconsejo a vos que, cuando hayáis de tratar con los demás hombres, les deis a entender desde el principio cómo han de portarse con vos.
El conde vio que este era un buen consejo, obró según él y le fue muy bien.
Como don Juan comprobó que el cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:
Si desde un principio no muestras quién eres,
nunca podrás después, cuando quisieres.
Por otra parte, relacionado con los niveles narrativos y la vinculación del narrador con la historia que cuenta, presentamos este relato que implica un narrador extradiegético y heterodiegético y uno intradiegético autodiegético. De similares características con respecto a Los cuentos de Canterbury de Geoffrey Chaucer, el Decamerón de Giovanni Boccaccio y Las mil y una noches, se trata de los relatos enmarcados en una clara mise en abyme. Tzvetan Todorov señala la cualidad de "relato apsicológico" que permite destacar no ya los aspectos internos del personaje, sino su sola acción: narrar. Se vive para contar y se cuenta para vivir. Esa es la particularidad de los hombres-relato.
Cuento XXV
Lo que sucedió al conde de Provenza con Saladino, que era sultán de Babilonia

El Conde Lucanor hablaba otra vez con Patronio, su consejero, de esta manera:
-Patronio, un vasallo mío me dijo el otro día que quería casar a una parienta suya; y que, así como él estaba obligado a aconsejarme siempre lo más prudente, me pedía como merced que le aconsejara lo que yo creyera más conveniente para él. También me ha dicho quiénes son los que querrían casarse con su parienta. Como deseo que este buen hombre haga lo mejor para su familia y para su parienta, os ruego que me digáis lo que os parece de este asunto, pues vos sabéis mucho de tales cosas, de modo que yo pueda darle un buen consejo que le vaya bien.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que siempre podáis aconsejar bien a quienes hayan de casar a una parienta suya, me gustaría mucho que supierais lo que le sucedió al conde de Provenza con Saladino, que era sultán de Babilonia.
El Conde Lucanor le rogó que le contase lo que había ocurrido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, había un conde en Provenza que era muy bueno y deseaba hacer buenas obras para salvar su alma y ganar la gloria del paraíso con hazañas que aumentasen su honra y engrandeciesen el nombre de su patria. Para lograrlo, reunió un gran ejército muy bien armado y partió a Tierra Santa, pensando que, sucediera lo que sucediera, podría sentirse dichoso, pues lo hacía para servir y honrar a Dios. Mas como los juicios de Dios son sorprendentes e insondables, y Dios Nuestro Señor prueba con frecuencia a sus elegidos, para que sepan sufrir la adversidad con resignación, pues Él siempre hace que todo redunde en su bien y provecho, así quiso Dios tentar al conde de Provenza y permitió que cayera prisionero del sultán Saladino.
»Aunque el conde vivía como cautivo, Saladino, conociendo su bondad, lo trataba muy bien, le respetaba sus honores y le pedía consejo en todos los asuntos importantes. Tan bien le aconsejaba el conde y tanto confiaba el sultán en él que, aunque estaba prisionero, tenía tanto poder y tanta influencia en las tierras de Saladino como en las suyas propias.
»Cuando el conde partió de su tierra, dejó una hija muy pequeña. Tanto tiempo estuvo el conde en prisión, que su hija llegó a la edad de casarse, por lo cual la condesa, su mujer, y sus parientes le escribieron diciéndole cuántos hijos de reyes y de otros grandes señores la pedían en matrimonio.
»Un día, cuando Saladino fue a pedir consejo al conde, después de haberle aconsejado al sultán en el asunto que quería, le habló el conde de este modo.
»-Señor, vos me habéis concedido tantas mercedes y honra, y confiáis tanto en mí, que yo me tendría por afortunado si pudiera hacer algo para corresponderos. Y pues vos, señor, tenéis a bien que yo os aconseje en los asuntos más importantes, acogiéndome a vuestra gracia y confiando en vuestro entendimiento, os pido vuestro consejo en algo que me sucede.
»El sultán agradeció mucho estas palabras del conde, respondiéndole que le aconsejaría muy gustoso, e incluso que le ayudaría si fuera necesario.
»Alentado por este ofrecimiento del sultán, el conde le habló de las propuestas de matrimonio que había recibido su hija, y pidió que le dijera quién debía ser el elegido.
»Saladino le respondió:
»-Conde, yo os considero tan inteligente que, con deciros pocas palabras, podréis comprender perfectamente; os aconsejaré en este asunto según lo entiendo yo. Como no conozco a todos los que solicitan la mano de vuestra hija, ni su linaje o poder, ni sus prendas personales, ni la distancia entre sus tierras y las vuestras, ni en qué superan los unos a los otros, no puedo daros un consejo demasiado concreto, y así sólo os diré que caséis a vuestra hija con un hombre.
»El conde se lo agradeció, pues comprendió muy bien lo que le quería decir.
»Luego escribió a su esposa y parientes, a los que refirió el consejo del sultán, y les dijo que averiguaran cuántos hidalgos había en sus tierras, cuáles eran sus costumbres, cualidades y virtudes, sin mirar sus riquezas o su poder, y que, por escrito, le dijeran también cómo eran los hijos de los reyes y de los grandes señores, así como los demás hidalgos que vivían allí y que la pedían en matrimonio.
»La condesa y los parientes del conde se quedaron muy sorprendidos de esta respuesta, pero hicieron lo que les mandaba y pusieron por escrito las cualidades y costumbres -buenas y malas- de cada uno de los pretendientes, así como las demás circunstancias que sabían de ellos. También le indicaron cómo eran los hidalgos de aquellas comarcas, y todo lo hicieron llegar al conde.
»Al recibir el conde este escrito, se lo mostró al sultán y, al leerlo Saladino, aunque todos los pretendientes eran muy buenos, encontró algunos defectos en los hijos de los reyes o de los grandes señores, pues unos eran glotones o borrachos, otros coléricos, otros huraños, otros orgullosos, otros amigos de malas compañías, otros tartamudos y otros, en fin, tenían otros defectos. El sultán halló, sin embargo, que el hijo de un rico hombre, que no era el más poderoso, por lo que del mancebo se decía en el informe, era el mejor hombre, el más cumplido y perfecto de cuantos había oído hablar en su vida; en consecuencia, el sultán aconsejó al conde que casara a su hija con aquel hombre, pues sabía que, aunque los otros eran de más abolengo y más distinguidos que él, estaría mejor casada con este que con ninguno de los que tenían uno o varios defectos, ya que pensaba el sultán que el hombre era más de estimar por sus obras que por la riqueza o por la nobleza de su linaje.
»El conde mandó decir a la condesa y a sus parientes que casaran a su hija con el mancebo que Saladino había aconsejado. Y aunque se asombraron mucho de ello, hicieron llamar al hijo de aquel rico hombre y le contaron lo que el conde les había dicho. El joven les respondió que sabía muy bien que el conde era superior, más rico y más noble que él, pero que, si él fuera tan poderoso como el conde, cualquier mujer podría sentirse feliz casada con él, diciéndoles también que, si le daban esta respuesta por no acceder a sus pretensiones, sería porque buscasen su deshonra sin motivo alguno y le harían una gran afrenta. Ellos le replicaron que de verdad querían ese matrimonio, y le contaron cómo el sultán había aconsejado al conde que otorgase su hija a aquel mancebo antes que a ningún hijo de rey o de grandes señores, por ser él muy hombre. Al oír esto, el mancebo comprendió que consentían en su matrimonio y pensó que, si Saladino lo había elegido por ser hombre cabal, haciéndole llegar a tan gran honra, no lo sería si no se comportara con arreglo a las circunstancias.
»Por eso pidió a la condesa y parientes del conde que, si querían que los creyese, le entregaran en seguida el gobierno del condado y todas sus rentas, sin decirles nada de lo que había pensado hacer. Ellos accedieron a sus pretensiones y le otorgaron los poderes que pedía. Él apartó una gran cantidad de dinero y, con mucho secreto, armó muchas galeras, guardándose una importante suma. Hecho todo esto, fijó la fecha para el casamiento.
»Celebraron las bodas con todo lujo y esplendor. Al llegar la noche, marchó hacia la casa donde estaba su mujer y, antes de consumar el matrimonio, llamó a la condesa y a sus parientes, a quienes dijo en secreto que bien sabían que el conde lo había preferido frente a otros más nobles porque el sultán le aconsejó que casara a su hija con un hombre, y que, pues el sultán y el conde tanta honra le habían hecho y lo habían elegido por esta razón, no se tendría él por muy hombre si no hiciera lo que era obligado; por ello les dijo que había de partir, dejándoles aquella doncella, que había tomado en matrimonio, así como el gobierno del condado, pues confiaba en que Dios le guiaría de tal manera que todo el mundo pudiese ver que se había portado como un hombre.
»Dicho esto, montó a caballo y se fue a la buena ventura. Se dirigió al reino de Armenia, donde vivió mucho tiempo hasta que aprendió la lengua y las costumbres de aquella tierra. Allí se enteró de que Saladino era muy amante de la caza.
»Cogió muchas y buenas aves de cetrería, muchos y buenos perros y se dirigió hacia donde estaba Saladino, dividiendo sus naves y enviándolas una a cada puerto, con la orden de no partir hasta que él lo mandase.
»Cuando llegó al sultán, fue muy bien recibido en la corte, pero ni le besó la mano ni le rindió pleitesía, como debe hacerse ante el señor. El sultán Saladino mandó darle cuanto necesitara y él se lo agradeció mucho, pero no quiso aceptar nada, diciéndole que no había ido en busca de ayuda, sino atraído por su fama; por lo cual, si él quisiera, le gustaría pasar algún tiempo viviendo con él para aprender alguna de sus preciadas virtudes y cualidades, así como las de su pueblo. También dijo al sultán que, como conocía su afición por la caza, él traía muchas y muy buenas aves, además de perros muy rápidos, de los que podría escoger los que más le gustasen, quedándose él con el resto para acompañarlo en las cacerías y servirle en aquel ejercicio o en otro cualquiera.
»Saladino le agradeció mucho todo esto y cogió lo que le pareció bien, pero no pudo conseguir que el otro aceptara ningún regalo ni le contara nada de sus ocupaciones, ni se vinculara a Saladino por ninguna obligación de vasallaje. De esta manera permaneció viviendo con él mucho tiempo.
»Como Dios dispone las cosas al fin que quiere y según su voluntad, quiso que, en una cacería, se lanzaran los halcones tras unas grullas, a las que dieron alcance en un puerto donde estaba recalada una de las galeras que el yerno del conde había distribuido. El sultán, que montaba un caballo muy bueno, y su acompañante se alejaron tanto del resto de su gente que ninguno pudo seguirlos. Cuando llegó Saladino a donde los halcones estaban peleando con la grulla, bajó rápidamente de su caballo para ayudarles. El yerno del conde, que venía con él, cuando así lo vio en tierra, llamó a los hombres de su galera. El sultán, que no se fijaba sino en la pelea de los halcones, cuando se vio rodeado por gente armada, quedó muy asombrado. El yerno del conde desenvainó la espada e hizo como si le atacase. Al verlo Saladino venir contra él, comenzó a lamentarse, diciendo que cometía una gran traición. El yerno del conde le respondió que no pidiese ayuda a Dios, pues bien sabía él que nunca lo había tenido como a su señor, ni había querido aceptar nada de él, ni existía entre ellos vínculo que lo obligara a la lealtad, sino que todo era como Saladino había dispuesto.
»Dicho esto, lo capturó, lo llevó a la galera y, cuando ya estaba dentro, dijo que él era el yerno del conde, el mismo que el sultán había preferido entre otros mejores por ser más hombre y que, como él lo había elegido por esta razón, no se tendría por hombre si no hubiera obrado así. Luego le rogó que devolviese la libertad a su suegro, para que viese cómo el consejo que él le había dado era bueno y verdadero, y cómo daba buenos frutos.
»Cuando Saladino oyó esto, dio muchas gracias a Dios y se alegró más de haber acertado en el consejo que dio al conde que si le hubiera acontecido una hazaña muy honrosa, por grande que esta fuese. El sultán respondió al yerno del conde que lo pondría inmediatamente en libertad.
»El yerno del conde, fiando en la palabra del sultán, lo sacó luego de la galera y se fue con él, mandando a los hombres de la galera que se alejasen tanto del puerto que nadie pudiera verlos cuando llegara allí.
»El sultán y el yerno del conde dejaron a los halcones cebarse en las grullas y, cuando llegaron junto a ellos los hombres del sultán, encontraron a este muy alegre, pero no le dijo a ninguno lo que entre ellos había sucedido.
»Cuándo llegaron a la villa, el sultán detuvo su caballo frente a la casa donde el conde estaba prisionero, bajó de su montura y, llevando consigo al yerno del conde, le dijo muy alegre:
»-Conde, doy gracias a Dios por haberme permitido acertar cuando os aconsejé sobre el matrimonio de vuestra hija. Mirad a vuestro yerno, pues él os ha sacado de prisión.
»Después le contó cómo se había comportado su yerno, la prudencia y el esfuerzo que había demostrado para apoderarse de él, y cómo luego confió en su palabra.
»El sultán, el conde y cuantos esto supieron alabaron mucho el entendimiento, el esfuerzo y la lealtad del yerno del conde, así como las bondades de Saladino, y el conde dio gracias a Dios por haber dispuesto todo tan felizmente.
»Entonces el sultán ofreció muchos y ricos presentes al conde y a su yerno, y dio al primero, como compensación por su cautividad, el doble de lo que importaban las rentas de su condado mientras estuvo en prisión, volviendo el conde a su tierra muy feliz y muy rico.
»Todo esto sucedió al conde por el buen consejo que le dio el sultán, al decirle que casara a su hija con un verdadero hombre.
»Y vos, señor Conde Lucanor, pues debéis aconsejar a vuestro vasallo para que sepa con quién casar a su parienta, aconsejadle que cuide de que su futuro esposo sea, ante todo, un verdadero hombre, porque, si no lo es, por muy rico, hidalgo o distinguido que sea, nunca se tendrá por bien casada. También debéis saber que el hombre bueno acrecienta su honra, da honra a su linaje y aumenta sus bienes. Sabed también que, no por ser de alta estirpe o de gran nobleza, si el hombre no es esforzado y leal, podrá mantenerse en tal estado. Podría contaros muchas historias de hombres notables a quienes sus padres dejaron ricos y honrados, que, por no ser como debían, perdieron bienes y honores; aunque también los hubo que, de origen más modesto o de antepasados muy ilustres, aumentaron tanto su hacienda y su honra con su esfuerzo y valía que son más considerados por lo que ellos hicieron y consiguieron que por la nobleza de su estirpe.
»Tened por cierto que, tanto las ventajas como los inconvenientes, nacen de la propia condición del hombre, y no de su origen, por muy humilde que sea. Por ello os digo que lo más importante en los matrimonios son las costumbres, la inteligencia y la educación que tienen el hombre y la mujer. Sabed, por último, que tanto mejor y más provechoso será el casamiento, cuanto más distinguido sea el linaje, mayor la riqueza, más hermosa la apostura y más estrecha la relación existente entre las dos familias.
Al conde le agradaron mucho estos razonamientos que Patronio le hizo, y pensó que eran verdaderos.
Y viendo don Juan que este cuento era muy bueno, lo hizo escribir en este libro e hizo los versos que dicen así:
El verdadero hombre logra todo en su provecho,
mas el que no lo es pierde siempre sus derechos.
El relato más bello es el XXX, Lo que sucedió al Rey Abenabet de Sevilla con Romaiquía, su mujer , que refleja la exquisitez, sensualidad y sabiduría poética de los árabes de al-Andalus:
Un día hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:
-Patronio, mirad lo que me sucede con un hombre: muchas veces me pide que lo ayude y lo socorra con algún dinero; aunque, cada vez que así lo hago, me da muestras de agradecimiento, cuando me vuelve a pedir, si no queda contento con cuanto le doy, se enfada, se muestra descontentadizo y parece haber olvidado cuantos favores le he hecho anteriormente. Como sé de vuestro buen juicio, os ruego que me aconsejéis el modo de portarme con él.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, me parece que os ocurre con este hombre lo que le sucedió al rey Abenabet de Sevilla con Romaiquía, su mujer.
El conde le preguntó qué les había pasado.
-Señor conde -dijo Patronio-, el rey Abenabet estaba casado con Romaiquía y la amaba más que a nadie en el mundo. Ella era muy buena y los moros aún la recuerdan por sus dichos y hechos ejemplares; pero tenía un defecto, y es que a veces era antojadiza y caprichosa.
»Sucedió que un día, estando en Córdoba en el mes de febrero, cayó una nevada y, cuando Romaiquía vio la nieve, se puso a llorar. El rey le preguntó por qué lloraba, y ella le contestó que porque nunca la dejaba ir a sitios donde nevara. El rey, para complacerla, pues Córdoba es una tierra cálida y allí no suele nevar, mandó plantar almendros en toda la sierra de Córdoba, para que, al florecer en febrero, pareciesen cubiertos de nieve y la reina viera cumplido su deseo.
»Y otra vez, estando Romaiquía en sus habitaciones, que daban al río, vio a una mujer, que, descalza en la glera, removía el lodo para hacer adobes. Y cuando la reina la vio, comenzó a llorar. El rey le preguntó el motivo de su llanto, y ella le contestó que nunca podía hacer lo que quería, ni siquiera lo que aquella humilde mujer. El rey, para complacerla, mandó llenar de agua de rosas un gran lago que hay en Córdoba; luego ordenó que lo vaciaran de tierra y llenaran de azúcar, canela, espliego, clavo, almizcle, ámbar y algalia, y de cuantas especias desprenden buenos olores. Por último, mandó arrancar la paja, con la que hacen los adobes, y plantar allí caña de azúcar. Cuando el lago estuvo lleno de estas cosas y el lodo era lo que podéis imaginar, dijo el rey a su esposa que se descalzase y que pisara aquel lodo e hiciese con él cuantos adobes gustara.
»Otra vez, porque se le antojó una cosa, comenzó a llorar Romaiquía. El rey le preguntó por qué lloraba y ella le contestó que cómo no iba a llorar si él nunca hacía nada por darle gusto. El buen rey, viendo que ella no apreciaba tantas cosas como había hecho por complacerla y no sabiendo qué más pudiera hacer, le dijo en árabe estas palabras: «Wa la mahar aten?»; que quiere decir: «¿Ni siquiera el día de lodo?»; para darle a entender que, si se había olvidado de tantos caprichos en los que él la había complacido, debía recordar siempre el lodo que él había mandado preparar para contentarla.
»Y así a vos, señor conde, si ese hombre olvida y no agradece cuanto por él habéis hecho, simplemente porque no lo hicisteis como él quisiera, os aconsejo que no hagáis nada por él que os perjudique. Y también os aconsejo que, si alguien hiciese por vos algo que os favorezca, pero después no hace todo lo que vos quisierais, no por eso olvidéis el bien que os ha hecho.
Al conde le pareció este un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.
Y viendo don Juan que esta era una buena historia, la mandó poner en este libro e hizo los versos, que dicen así:
Por quien no agradece tus favores,
no abandones nunca tus labores.