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Amour courtois

Amour courtois
Drutz et "midons"
"...Entonces me verás...y mi muerte, más elocuente que yo, te dirá qué es lo que se ama cuando se ama a un hombre..." (Pedro Abelardo a Eloísa)

miércoles, 28 de febrero de 2018

Florencia Pinar

CANCIÓN DE UNA DAMA QUE SE DIZE FLORENCIA PINAR


  ¡Ay!, que ay quien más no bive
porque no ay quien d’¡ay! se duele,
y si ay, ¡ay! que recele,
ay un ¡ay! con que s’esquive
quien sin ¡ay! bevir no suele                                           

  Ay plazeres, ay pesares,
ay glorias, ay mil dolores,
ay, donde ay penas d’ amores,
muy gran bien si d’él gozares.
Aunque vida se cative,         
si ay quien tal ¡ay! consuele,
no ay razónr que se cele,
aunque ay con que s’ esquive
quien sin ¡ay! bevir no suele.



OTRA CANCIÓN DE LA MISMA SEÑORA A UNAS PERDICES QUE LE ENBIARON BIUAS

  D’estas aves su nación
es cantar con alegría,
y de vellas en prisión
siento yo grave passión,
sin sentir nadie a mía.                                               

   Ellas lloran que se vieron
sin temor de ser cativas,
y a quien eran más esquivas
essos mismos las prendieron.
Sus nombres mi vida son,                             
 que va perdiendo alegría,
y de vellas en prisión
siento yo grave passión,
sin sentir nadie la mía.

OTRO MOTE

Mi dicha lo desconcierta.



GLOSA DE FLORENCIA

  Será perderos pediros
esperança qu′es incierta,
pues quanto gano en serviros
mi dicha lo desconcierta.

  Cresce quando más va más 
un quereros que me haze
consentir, pues c′a vos plaze
mis bienes queden atrás. 
Mas verés con mis sospiros
la pena más descubierta,     
pues quanto gano en serviros
mi dicha lo desconcierta.



Siglo XV.


UNED, “Doña Mayor Arias” en Poesía castellana medieval.  En línea: 

Christine de Pizan: La Ciudad de las Mujeres

"Sentada un día en mi cuarto de estudio rodeada toda mi persona de los libros más dispares, según tengo costumbre, ya que el estudio de las artes liberales es un hábito que rige mi vida, me encontraba con la mente algo cansada, después de haber reflexionado sobre las ideas de varios autores. Levanté la mirada del texto y decidí abandonar los libros difíciles para entretenerme con la lectura de algún poeta.  

 Estando en esa disposición de ánimo, cayó en mis manos cierto extraño opúsculo, que no era mío sino que alguien me lo había prestado. Lo abrí entonces y vi que tenía como título Libro de las Lamentaciones de Mateolo. Me hizo sonreír, porque, pese a no haberlo leído, sabía que ese libro tenía fama de discutir sobre e! respeto hacia las mujeres. Pensé que ojear sus páginas podría divertirme un poco, pero no había avanzado mucho en su lectura, cuando mi buena madre me llamó a la mesa, porque había llegado la hora de la cena. Abandoné al instante la lectura con e! propósito de aplazarla hasta el día siguiente. Cuando volví a mi estudio por la mañana, como acostumbro, me acordé de que tenía que leer el libro de Mateolo. Me adentré algo en el texto pero, como me pareció que el tema resultaba poco grato para quien no se complace en la falsedad y no contribuía para nada al cultivo de las cualidades morales, a la vista también de las groserías de estilo y argumentación, después de echar un vistazo por aquí y por allá, me fui a leer el final y lo dejé para volver a un tipo de estudio más serio y provechoso. Pese a que este libro no haga autoridad en absoluto, su lectura me dejó, sin embargo, perturbada y sumida en una profunda perplejidad. Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra bien en escritos y tratados. No es que sea cosa de un hombre o dos, ni siquiera se trata de ese Mateolo, que nunca gozará de consideración porque su opúsculo no va más allá de la mofa, sino que no hay texto que esté exento de misoginia. Al contrario, filósofos, poetas, moralistas, todos -y la lista sería demasiado larga- parecen hablar con la misma voz para llegar a la conclusión de que la mujer, mala por esencia y naturaleza, siempre se inclina hacia el vicio. Volviendo sobre todas esas cosas en mi mente, yo, que he nacido mujer, me puse a examinar mi carácter y mi conducta y también la de otras muchas mujeres que he tenido ocasión de frecuentar, tanto princesas y grandes damas como mujeres de mediana y modesta condición, que tuvieron a bien confiarme sus pensamientos más íntimos.  

Me propuse decidir, en conciencia, si el testimonio reunido por tantos varones ilustres podría estar equivocado. Pero, por más que intentaba volver sobre ello, apurando las ideas como quien va mondando una fruta, no podía entender ni admitir como bien fundado el juicio de los hombres sobre la naturaleza y conducta de las mujeres. Al mismo tiempo, sin embargo, yo me empeñaba en acusarlas porque pensaba que sería muy improbable que tantos hombres preclaros, tantos doctores de tan hondo entendimiento y universal clarividencia -me parece que todos habrán tenido que disfrutar de tales facultades- hayan podido discurrir de modo tan tajante y en tantas obras que me era casi imposible encontrar un texto moralizante, cualquiera que fuera el autor, sin toparme antes de llegar al final con algún párrafo o capítulo que acusara o despreciara a las mujeres. Este solo argumento bastaba para llevarme a la conclusión de que todo aquello tenía que ser verdad, si bien mi mente, en su ingenuidad e ignorancia, no podía llegar a reconocer esos grandes defectos que yo misma compartía sin lugar a dudas con las demás mujeres. Así, había llegado a fiarme más del juicio ajeno que de lo que sentía y sabía en mi ser de mujer. Me encontraba tan intensa y profundamente inmersa en esos tristes pensamientos que parecía que hubiera caído en un estado de catalepsia. Como el brotar de una fuente, una serie de autores, uno después de otro, venían a mi mente con sus opiniones y tópicos sobre la mujer. Finalmente, llegué a la conclusión de que al crear Dios a la mujer había creado un ser abyecto. No dejaba de sorprenderme que tan gran Obrero haya podido consentir en hacer una obra abominable, ya que, si creemos a esos autores, la mujer sería una vasija que contiene el poso de todos los vicios y males. Abandonada a estas reflexiones, quedé consternada e invadida por un sentimiento de repulsión, llegué al desprecio de mí misma y al de todo el sexo femenino, como si Naturaleza hubiera engendrado monstruos.[…]
Aquí acaba el libro. Cristina se dirige a todas las mujeres 

-Honorables damas, alabado sea Dios porque queda nada la construcción de nuestra Ciudad que os acogerá a Vosotras que os preciáis de virtud, dignidad y fama, seréis acogidas en una Ciudad levantada y edificada para todas las mujeres de mérito, las de ayer, hoy y mañana. […]  Vosotras, queridas amigas casadas, no os indignéis por tener que estar sometidas a vuestros maridos, porque el interés propio no siempre reside en ser libre; […] La que tenga un marido bueno, razonable y que la quiere con verdadero amor, que dé gracias a Dios, porque no es poco favor este sino el mayor bien que en la tierra pueda disfrutarse, que lo cuide con afecto y lo siga queriendo y ambos vivan en harmonía una larga vida bajo la protección divina. La que tenga un marido que no sea ni bueno ni malo, que se dé por contenta de no tener uno peor, mientras que la mal casada debe intentar arrancar a su marido de la perversidad, hacer que vuelva a una conducta razonable si es posible y si no ella verá premiados sus esfuerzos en su vida espiritual y todos la defenderán. […] 
 Finalmente, a todas vosotras, mujeres de alta, media y baja condición, que nunca os falte conciencia y lucidez para poder defender vuestro honor contra vuestros enemigos. Veréis cómo los hombres os acusan de los peores defectos, ¡quitadles las máscaras, que nuestras brillantes cualidades demuestren la falsedad de sus ataques! Así podréis decir con el salmista: «La iniquidad del malo recaerá sobre su cabeza». 
Rechazad a los hipócritas que se valen de las armas de la seducción y de falsos discursos para robaros vuestros más preciados bienes, el honor y una hermosa fama. Huid, damas mías, huid del insensato amor con que os apremian. Huid de la enloquecida pasión cuyos juegos placenteros siempre terminan en perjuicio vuestro. Desgraciadamente esa es la verdad, no os dejéis persuadir de lo contrario. Acordaos de cómo los hombres os tienen por frágiles, frívolas, fácilmente manejables y en la caza amorosa os tienden trampas para cogeros en sus redes como animales salvajes."

 Bibliografía:
PIZÁN, Cristina de, La Ciudad de las Damas, ed. Marie-José Lemarchand, Madrid, Siruela, 2000, pp. 63-70 y 272-274.  En línea:  

sábado, 10 de febrero de 2018

La Querella de las Mujeres y Teresa de Cartagena



Con ese nombre se conoce al debate literario, académico e histórico llevado a cabo en casi toda Europa desde fines de la Edad Media hasta la Revolución Francesa: siglos XV al XVIII. Ese largo y complejo proceso pone de relieve el pensamiento secular de la inferioridad de la mujer con respecto al hombre, que, valiéndose de la cuestión física, traslada esta diferencia a la intelectual, sentimental y espiritual para justificar el ejercicio del poder en todos los ámbitos. Esta Querella surgió como respuesta a una "masculinidad inquieta" relacionada con el creciente poder femenino. Leonor López de Córdoba, Teresa de Cartagena, Hildegarda de Bingen y Christine de Pizan son algunas de las precursoras que dejaron por escrito sus inquietudes y quejas, a menudo escudadas en la captatio benevolentiae. 


Dice Teresa de Cartagena:

"Maravíllanse las gentes de lo que en el tractado escreuí e yo me maravillo de lo que en la verdad callé; mas no me maravillo dudando ni fago mucho en me maravillar creyendo. Pues la yspirençia me faze çierta e Dios de la verdad sabe que yo no oue otro Maestro ni me consejé con otro algund letrado, ni lo trasladé de libros, como algunas personas con maliçiosa admiraçión suelen dezir. Mas sóla ésta es la verdad: que Dios de las ciencias, Señor de las virtudes, Padre de las misericordias, Dyos de toda consolación, el que nos consuela en toda tribulación nuestra, Él solo me consoló, e Él solo me enseñó, e Él solo me leyó" 


Lejos de considerar a la mujer como inferior, Teresa le atribuye la complementariedad con respecto al varón. En la dicotomía espacial exterior/interior, se ve representada la masculinidad/femineidad y la expresa en la metáfora de la corteza y el meollo. La preeminencia física del hombre no implica una espiritual o intelectual.


Dice Teresa “la fortaleza e rezidunbre de las cortezas guardan e conservan el meollo...”. El hombre/corteza protege a la mujer/meollo, la cual, a su vez, lo nutre y fortalece. Así como las plantas necesitan de ambas partes para su preservación, del mismo modo la humanidad necesita del hombre y la mujer. El meollo debe ser protegido para poder cumplir con su función nutriente: en el interior (de las plantas / casas) se dispone todo lo necesario para que el ciclo vital continúe su rumbo; afuera, en la corteza / calle está el ámbito propiamente masculino, con su función protectora y proveedora de materias primas que el interior se ocupará de elaborar.  





Bibliografía:

  • Cartagena, Teresa de. "Arboleda de los enfermos" y "Admiración operum Dey". Cortés Timoner, María Mar. Teresa de Cartagena: primera escritora mística en lengua catellana. Málaga: Universidad de Málaga/Atenea, 2004, pp. 263-275.
  • Vidal, Mónica. "Los espacios en la obra de Teresa de Cartagena".  IX Congreso Argentino de Hispanistas, 27 al 30 de abril de 2010, La Plata. El hispanismo ante el bicentenario. Disponible en Memoria Académica. http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/trab_eventos/ev.1182/ev.1182.pdf