En la Edad Media cristiana, la sexualidad únicamente se
"toleraba" si se practicaba dentro del matrimonio y para tener hijos.
Pero esa era sólo la versión oficial...
Lo que hacía una pareja en la cama –o donde fuera– estaba
entonces determinado por la opinión de los miembros de la Iglesia –esto es,
varones supuestamente célibes–, que dictaban con rigor extremo lo que era
lícito y lo que no, siempre por supuesto dentro del matrimonio. Un elemento
fundamental de esa idiosincrasia era que la concepción de los hijos debía
producirse sin placer, puesto que el placer viciaba desde el inicio el
propósito reproductivo. En el siglo XIII, por ejemplo, Tomás de Aquino decía
que el hombre que manifestaba deseo por su esposa la estaba tratando como a una
prostituta.
Por este motivo, las posibles prácticas sexuales estaban
catalogadas en función de su aceptabilidad moral y organizadas en una especie
de ranking. Había una coincidencia absoluta en que las relaciones maritales
solo podían adoptar una única forma aceptable, la llamada postura del
misionero, que era la considerada adecuada para la fecundación. Todo lo demás
estaba prohibido, si bien con distinto grado de reproche. La copulación de pie,
por ejemplo, suscitaba desaprobación, pero no tenía la gravedad del coito a
tergo –con el hombre colocado por detrás–, que normalmente era considerada la
práctica más pecaminosa de todas a excepción de la penetración anal. El motivo
de tan desfavorable juicio era que a la persecución deliberada del goce se
sumaba la similitud con las posturas sexuales de los animales, lo que provocaba
una indeseable confusión entre especies. La otra gran transgresión moral en
cuanto al coito era que la mujer se situara encima del varón, un recurso condenado
por la Iglesia porque cuestionaba el papel dominante del hombre en la sociedad
(aunque el dominico Alberto Magno lo consideraba aceptable si el marido estaba
gordo).
Los peligros de explorar una sexualidad más variada, no
obstante, no eran solo de índole moral, según los expertos de la época. Un
famoso tratado de la Edad Media, De secretis mulierum, atribuía a las posturas
consideradas antinaturales –es decir, todas menos la única permitida– la
capacidad de producir deformidades en los descendientes. Sobre el supuesto
potencial corruptor de las posturas sexuales hay una buena parodia en el
Decamerón, el conjunto de cuentos escrito por el florentino Boccaccio en el
siglo XIV: cuando el simple y crédulo Calandrino es víctima de una broma en la
que sus amigos le hacen creer que se ha quedado embarazado, su reacción
inmediata es culpar a su mujer por su empeño en subírsele encima al hacer el
amor.
Solo en días señalados
Pero, además del qué, la Iglesia imponía también el cuándo. Las
posibilidades de satisfacción sexual quedaban enormemente limitadas una vez que
se aplicaba el calendario de días prohibidos. No se podía mantener relaciones
de jueves a domingo ni tampoco durante el día; solo eran lícitas por la noche.
También estaban prohibidas durante la Cuaresma, en los 35 días previos a la
Navidad y en los 40 días previos a la fiesta de Pentecostés, así como en los
días en que se celebrara a un santo.
Por supuesto, en un mundo en el que los placeres de la carne
estaban prohibidos y en el que lo único que cabía era reproducirse, tanto el
coito anal como el sexo oral eran considerados gravemente pecaminosos.
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