Toda época es de
transición; no hay ningún momento estático en la historia de la humanidad. Las
épocas que parecen más estáticas, casi sin historia, en la vida de una nación o
de una persona, acaban por revelarse tarde o temprano como semilleros de algún
cambio. Este mundo -como nos recuerda Jorge Manrique- es un camino, no
"una morada sin pesar", aunque a veces morada parezca. Otras,
experimentamos una conciencia aguda de transitoriedad, en nuestra vida o en
nuestro tiempo: ése es el caso para la España del periodo que corre desde la
segunda mitad del siglo XV hasta principios de la centuria siguiente. Los
hombres y las mujeres de la última etapa de la Edad Media no sabían que eran
"medievales" -la palabra medieval es una invención polémica de
escritores que, a su vez, se proclamaban "renacentistas"-; pero sí
que eran conscientes de vivir en una sociedad y en una cultura precarias,
fugitivas y hasta caducas.2
No voy a tratar en
este trabajo los aspectos sociales y políticos de esta transición, sino los
rasgos culturales y, particularmente, los aspectos orales de esa cultura.
Porque, en efecto, dos de los cambios más profundos que afectan a la historia
cultural se superponen durante ese largo periodo de cien años que va de la
composición del Laberinto de la Fortuna a la publicación
del Lazarillo de Tormes, con la Celestina de
parteluz: el paso de la oralidad a la cultura literaria basada en manuscritos y
el paso o camino de los manuscritos a la imprenta. Y no es que se superpongan
solamente en un sentido teórico como la coincidencia cronológica de unos
pueblos neolíticos en regiones aisladas con la cultura de los ordenadores en el
mundo occidental, sino que coexisten dentro de un mismo país, de una misma
ciudad, de una misma familia o hasta referidos a un mismo individuo. Sin
embargo, esos cambios de tan gran calibre que a nosotros hoy nos parecen obvios
por su mismo alcance, no se reflejaban como tales en la conciencia inmediata de
quienes los estaban experimentando. Por ejemplo, la existencia de manuscritos
copiados de libros impresos; la de impresores que trataban de imitar con sus
tipos la letra manuscrita; los libros mitad manuscritos mitad impresos -pocos,
pero los hay- (Goldschmidt 1943) etcétera; son hechos que revelan escasa
conciencia del cambio fundamental que se estaba produciendo, de modo que no es
difícil colegir que pocos eran quienes percibían que la imprenta iba a sustituir
al manuscrito cuyo empleo y circulación floreció tanto antes como mucho después
de la invención de Gutenberg (Trapp 1983).
Había, por supuesto,
gente que sabía leer y escribir, que tenía el hábito de hacerlo antes de la
introducción del libro impreso. La cuestión no es baladí, porque de tales
hábitos de los lectores, dependía el triunfo del libro impreso; pero se trataba
de una minoría. Es verdad que en la Inglaterra de principios del siglo XIV las
relaciones sociales y jurídicas dejaron de depender de la memoria -como en la
época anglo-sajona- para apoyarse en documentos; es verdad que en Castilla, en
el segundo cuarto del siglo XV -nos lo cuenta el Arcipreste de Talavera- muchas
mujeres podían amenizar un día aburrido con la lectura de Boccaccio.3 Sin embargo, sólo una minoría
poseía la capacidad técnica de leer y escribir, y "capacidad técnica"
no significa necesariamente la voluntad de utilizarla para la lectura erudita,
de devoción o de recreo. Reyes y nobles, cuyas firmas llenan cartas y
privilegios de la época, escuchaban a menudo un poema o un libro de aventuras
de la boca de un juglar o de un recitador profesional.4 Es más, hay casos conocidos del
empleo de técnicas orales por autores cultos, aunque no conozco ningún caso
español equivalente a aquel tan llamativo de la enseñanza en un monasterio de
la técnica de composición oral, tal y como parece haber ocurrido en la
Inglaterra del siglo IX (véase Renoir 1986). Pero no sería difícil buscar
ejemplos de coexistencia de la cultura eclesiástica y la literatura oral
durante esta época.
Me voy a referir, en
consecuencia, a un tipo de transición diferente al cronológico, a la transición
estilística y genérica. El concepto de un texto transicional, entre la
composición oral y la escrita, chocaba hace años a los especialistas de la
literatura oral. Albert B. Lord, a quien tanto debemos en este campo, dijo
en The Singer of Tales, libro que inspiró, desde 1960, a los
estudiosos de la literatura oral en el periodo medieval:
It is necessary for us to face squarely the problem
of "transitional" texts. Is there in reality such a phenomenon as a
text which is transitional between oral and written literary tradition...? It
is worthy of emphasis that the question we have asked ourselves is whether
there can be such a thing as a transitional text; not a period of transition
between oral and written style, or between illiteracy and literacy, but a text,
product of the creative brain of a single individual... who in
composing an epic would think now in one way and now in another, or, perhaps,
in a manner that is a combination of two techniques. I believe that the answer
must be in the negative, because the two techniques are, I submit,
contradictory and mutually exclusive. (Lord
1960, 128-129)
Esta negación tan
rotunda fue matizada catorce años más tarde, cuando Lord tuvo que referirse al
nuevo estado de las investigaciones:
I would like to suggest the possibility that in
these poems, namely, the religious ones [en anglosajón], a
new body of formulas to express the new ideas of the Christian poetry was
beginning to be developed on the model of the oral traditional poetry. I am
tempted to call the religious poetry "transitional" or perhaps
"mixed". If that is the correct term, it applies not only to the
formulas but to themes as well. (Lord 1974, 209)5
Y más recientemente todavía:
Memorization does occur at a later stage in the
Serbo-Croatian tradition. That is to say, at a time when published, therefore
fixed, texts were available and their prestige established, some traditional
singers began to memorize the printed texts... When their
memory failed them, they were still able to compose in the traditional way, and
therefore, to continue to sing. Such a combination of processes results in
"mixed" texts... (Lord 1981, 460)
Y por fin:
There seem to be texts that can be called either
transitional or belonging to the first stage of written literature...When
people began to write Anglo-Saxon verse... they continued to use
the same traditional style, because there was as yet no other available... The
way has been opened up to investigate the details of the creation and life of
transitional texts. I have come to realize that, in fact, in such fields as
Anglo-Saxon and other medieval poetries we have been doing just that all long. (Lord 1986, 479-80 y 494).
De acuerdo con esta
reorientación teórica, los libros y ensayos sobre la tradición oral (véase
Renoir 1986, 121-122) se ocupan cada vez con más frecuencia de textos transicionales,
mucho más numerosos de lo que se creía.
Aunque la vida
multisecular de los temas épicos fue estudiada magistralmente por Ramón
Menéndez Pidal (1910) ya hace más de noventa años, la verdad es que no se suele
considerar la épica tradicional española cuando se habla del ocaso de la Edad
Media y los albores del Renacimiento. Las investigaciones de Samuel Armistead
demuestran, sin embargo, que el poema épico que narra las hazañas juveniles del
Cid, la Gesta de las mocedades de Rodrigo, del siglo XIII
(perdido, pero que se conoce por las versiones de las crónicas) tuvo una
descendencia bastante larga: no sólo la del poema de las Mocedades de
Rodrigo, obra de un clérigo palentino del siglo XIV, sino incluso
versiones posteriores utilizadas por Lope García de Salazar en el Libro
de las bienandanzas y fortunas(1471-1476), y por el cronista anónimo que
refundió, entre 1504 y 1515, el Compendio historial de Diego
Rodríguez de Almela (1978, 317-319 y 326-327).6 Son discutibles, desde luego, las
fechas y el número de tales versiones. Para Armistead se trata de versiones
orales, casi contemporáneas de los prosistas que las utilizaban, con otras
versiones de la misma época o incluso posteriores a las que sirvieron de fuente
a los romances. No estoy totalmente convencido. Me parece muy posible que Lope
García de Salazar y el cronista anónimo llegaran a conocer manuscritos,
poéticos o prosificados, de poemas épicos del siglo XIV o principios del siglo
XV, y que algunas variaciones que para Armistead indican un poema distinto se
debieran quizá a la recreación artística del prosificador. Las investigaciones
de Mercedes Vaquero (1989) sobre la tradición del Cantar de Sancho II en
las crónicas del siglo XV ofrecen nuevas razones para aceptar la hipótesis de
una tradición de refundiciones épicas todavía viva en dicho siglo. De cualquier
manera, no cabe duda de que la persistencia oral de varias tradiciones épicas
se continuó hasta fecha bastante avanzada, y que influyó, directa o
indirectamente, en la literatura de las últimas décadas del siglo XV y en las
primeras del siglo XVI.
La épica, seguramente
género oral en sus comienzos españoles (¿Los siete infantes de Lara, hacia
el año 1000?), se transforma en género escrito, esto es: poemas épicos
compuestos por escrito (como el Cantar de mío Cid, épica oral
y escrita prosificada en la Estoria de España, de Alfonso el
Sabio, y en otras crónicas), pero también continúa su transmisión oral -tal vez
en versiones orales de los mismos poemas, seguramente a través del romancero- a
lo largo del siglo XV y el siglo XVI. De ahí el papel fundamental que jugó en
la literatura del Siglo de Oro. Por ejemplo, Los siete infantes de Lara se
retoman continuamente a partir de la Crónica de España (1543)
de Florián de Ocampo -obra dentro de la tradición alfonsina, que gozó de gran
prestigio hasta principios del siglo XVII- y a partir del romancero oral e
impreso.
El romancero mismo
demuestra la relación compleja entre lo oral y lo escrito. Es innegable que los
romances se cantaron a lo largo de los siglos XVI y XVII -todavía hoy se cantan
muchos, algunos después de quinientos años de vida-. Es seguro que muchos
romances se compusieron oralmente, no sólo en el siglo XV, sino incluso en el
siglo XVI. Es igualmente fehaciente que una sección impresionante de romances
se incluyó en el Cancionero general de 1511, y que a partir de
1550 se imprimieron grandes colecciones, llamadas Cancionero o Silva
de romances: estos tomos, tanto por su extensión como por su precio,
estaban destinados prioritariamente a la lectura, y preferentemente a la
lectura individual. Pero a su lado existieron multitud de pliegos sueltos
-desde principios de siglo- que contenían un número muy reducido de romances y
se conseguían por poco dinero. Aunque suponemos que la mayoría de estos pliegos
sueltos se han perdido, no son pocos los que nos han quedado.7 Dos bibliófilos ingleses,
Frederick J. Norton y Edward M. Wilson, siguiendo estas huellas, estudiaron
precisamente la relación entre la tradición oral y los textos impresos de tales
pliegos, concluyendo que los cantores de romances debían de utilizar textos
impresos en su labor; que muchas variantes, otrora atribuidas a la tradición
oral, se debían a la imprenta; que la tendencia a abreviar los textos de los
romances deriva tanto -quizá más- de las necesidades del impresor que tenía que
embutir el texto en cuatro hojas como del gusto del público. Bien es verdad,
por otro lado, que algunas variantes de los textos de los pliegos podrían
proceder de la tradición oral que conocía el impresor (Norton y Wilson 1969,
55-60).8 En fin, una tesis doctoral
norteamericana sobre el estilo de los romances juglarescos del ciclo
carolingio, después de estudiar y documentar gran cantidad de fórmulas y rasgos
del estilo oral, acaba por concluir -frente a la teoría de la escuela
pidaliana- que aquellos romances se compusieron, en efecto, oralmente
(Ochrymowycz 1975). Aun si dicha conclusión resulta equivocada -aunque hay que
admitir que sus argumentos son convincentes-, los elementos orales aparecen
como tan fundamentales que no queda más remedio que pensar, al menos, en textos
de carácter transicional.
No me referiré a los
géneros marginales de la poesía popular oral: conjuros, oraciones y ensalmos,
porque acaban de ser tratados en un largo artículo de José María Díez Borque
(1985).
Por lo que se refiere
al género de los debates, parece observarse una curiosa trayectoria que va
primero de la oralidad a la escritura y, luego, vuelve a la oralidad. Los
debates literarios medievales nacieron de una realidad social y recibieron su
principal impulso de varios aspectos de la vida universitaria, eclesiástica y
jurídica del siglo XII: las disputaciones escolásticas, la práctica de los
pleitos jurídicos y los debates entre los representantes de iglesias o
religiones (por ejemplo, el famoso debate de Barcelona, en 1263, entre el
dominico converso Pablo Cristiano y el rabí Mosén Ben Nahman, bajo el
patrocinio de Jaime el Conquistador).
Conocemos varios
debates poéticos en el castellano medieval: Elena y María, Denuestos
del agua y el vino,versiones del Alma y el cuerpo, así
como dos debates en prosa. Durante el siglo XV el debate se configuró como
recurso literario más que como género: Blas contra Fortuna, del
Marqués de Santillana; Diálogo entre el Amor y un viejo, de
Rodrigo Cota. Existen indicios de que el antiguo debate del alma y el cuerpo,
derivado de una fuente latina, se popularizó, ya que existen varios pliegos
sueltos de finales del siglo XV y del siglo XVI (Jones 1963). Este éxito
sugiere, desde luego, su difusión oral. Además, el Diálogo de
Rodrigo Cota fue refundido por un autor anónimo, en una versión -sin título,
pero llamada ahora Diálogo entre el amor, el viejo y la hermosa-
que parece estar destinada a la representación escénica.
Si volvemos la mirada
hacia la poesía lírica, encontramos una terminología genérica que implica la
oralidad, pero que no parece haber correspondido a la realidad literaria. En
efecto, en los cancioneros manuscritos del siglo XV, desde el Cancionero
de Baena en adelante, un gran número de composiciones se rotulan como
"dezir" o "canción". Los "dezires" son
normalmente poemas largos -por ejemplo, el Dezir contra los aragoneses del
Marqués de Santillana-, y nada indica que se hayan destinado a la recitación;
su modo de difusión parece haber sido forzosamente la escritura y la lectura,
no el decir y escuchar. ¿Es que en la prehistoria del género el nombre
correspondía a otra realidad? No lo sabemos. En el Cancionero de Baena, que
incluye la obra de la primera generación de poetas cortesanos de Castilla
-1360-90- (Lang 1902),9 no se encuentra apoyo ninguno
para aventurar qué concepto de "dezir" heredaron.
La "canción",
por el contrario, parece haber llegado a los cancioneros como poesía cantada o,
mejor todavía, cantable, ya que no se nos han conservado canciones con música
anteriores a finales del siglo XV. Claro está que las canciones sí se prestaban
a la lectura individual, pero la ausencia de la música en los manuscritos no
indica sin más que no se cantasen. Recuérdese que los grandes cancioneiros gallego-portugueses,
el de la Vaticana y el Colocci-Brancuti (o de
la Biblioteca Nacional) carecen de música; pero el pequeño
manuscrito de las cantigas de amigo de Martin Codax, del
último tercio del siglo XIII, incluye la música de seis cantigas (Ferreira
1986). Al avanzar el siglo XV, con todo, parece que con frecuencia el
etiquetado "canción" ya no tenía valor musical alguno, sino
referencia a un esquema métrico típico.10 Vale la pena recordar que
la Cárcel de amor, de Nicolás Núñez, continuación de la obra
del mismo título de Diego de San Pedro, incluye 25 poesías: 23 se denominan
"letras", título que indica claramente su base en la escritura; pero
existen también una canción y un villancico: no soy capaz de imaginar cómo
habría sido posible presentar oralmente la una o la otra, ya que están insertas
en una obra en prosa destinada fundamentalmente a la lectura individual. Cárcel
de amor, a pesar de sus poesías, no es una chantefable (Deyermond
1989).11
La transformación de
la canción, paradójicamente, en un género no cantado, con las generaciones
poéticas representadas en el Cancionero general de 1511,
condujo a la formación de los grandes cancioneros musicales del periodo: Cancionero
de la Catedral de Segovia, Cancionero musical de la Colombina, Cancionero
musical de Palacio, Cancionero de Uphsala, etc. que recogen el ingente
caudal de poesía lírica -villancicos, sobre todo- que se cantaban en la Corte
de los Reyes Católicos, tema de Joaquín González Cuenca (1980), el excelente
editor de las poesías castellanas del cancionero de la Catedral de Segovia.
Antes de volver mi
atención hacia la prosa, no quisiera dejar de comentar otro aspecto relacionado
con las consecuencias de la transmisión oral de largos poemas cultos o de parte
de ellos. Un ejemplo que se cita a menudo es el de los fragmentos del Libro
de Buen Amor incluidos en el supuesto programa de un juglar cazurro de
hacia 1420. Pero esos fragmentos -junto con otros poemas- se hallan copiados en
las últimas hojas de un códice cronístico, de gran tamaño, que nunca pudo ser
el que manejó o poseyó un juglar de clase ínfima. Se trata, en efecto, de
apuntes de un predicador; los fragmentos del Libro de Buen Amor -todos
ellos de carácter didáctico- no habrían pasado, por tanto, por una etapa de
transmisión oral, y, desde luego, habrían llegado allí en circunstancias muy
distintas a las evocadas por Ramón Menéndez Pidal.12
Un caso auténtico,
aunque atípico, de transmisión oral es el de un curioso manuscrito conservado
en el Archivo Diocesano de Cuenca, con los Proverbios morales del
rabí Sem Tob ibn Ardutiel (Santob de Carrión), obra de mediados del siglo XIV.
Un comerciante converso, Ferrán verde, de unos sesenta años de edad, fue
acusado en 1492 ante la inquisición de Sigüenza y encarcelado durante cuatro
años; uno de los cargos que se le hicieron fue el de que solía leer libros
sospechosos, como "una obra de rrabí Sonto" (López Grigera 1976,
222).13 Ferrán alegó en su defensa que se
había aprendido de memoria muchas coplas de los Proverbios morales, porque
"yo era persona que procuraba saber muchas obras y escripturas", lo
que había hecho en este caso a causa de sus "buenos castigos y
enxemplos" (223-224). Para demostrarlo, al cabo de cuatro años de cárcel,
pidió que se le "mandase dar escrivanías et paper para las escrivir todas
las [coplas] que supiese et a la memoria le viniesen [...] Digo que yo juro a
Dios Nuestro Señor [...] por doquiera que se rrecuentan que yo non dexo ninguna
dellas de quantas a la memoria me han venido ni he podido saber, commo quiera
que eran mas" (229). Y, en efecto, logró recordar nada menos que 219
estrofas, a veces coincidiendo exactamente con otros códices. Ya nos lo
recordaba Luisa López Grigera que existió una costumbre de memorizar los Proverbios
morales, y tal vez de trasmitirlos oralmente. De hecho el prólogo de
uno de sus códices dice: "Sin dubda las dichas trobas son muy notable
escritura, que todo ome lo deviera decorar 'ca esta fue la entencio del sabio rraby
que las fizo: porque escritura rrimada es mejor decorada que non la que va por
testo llano" (229). No sabemos exactamente cuáles fueron los motivos que
indujeron a Ferrán Verde a memorizar -¿de un manuscrito?, ¿de oídas?- tantas
estrofas de un poema compuesto hacía siglo y medio, pero es realmente
impresionante la fuerza de su memoria, y lo cierto es que aunque no se las
hubiera recitado a nadie, sí que se las recitaría él mismo para conservarlas
vivas en su memoria.
No se sabe mucho de
la forma oral de los cuentos folklóricos en la Edad Media, pero en las
colecciones de exempla-Libro de los assayaminetos de las mugeres
(o de los engaños), Calila e Dimna, Libro de los gatos, Libro de los enxemplos
por a.b.c., etc.- se nos ofrecen abundantes pruebas de su empleo por
autores cultos. Es muy conocida, asimismo, la función que ejercían como
ingrediente de los sermones populares. Sobre este último aspecto, carecemos
todavía, en lo referente a España, de un estudio comparable al espléndido de
Owst (1961) sobre el sermón inglés; pero sabemos que Pedro Cátedra ha trabajado
sobre el tema.
Es probable que
durante el siglo XIV Juan Manuel haya conocido muchos cuentos de oídas, pero
procedentes de textos escritos: pasaba las noches de insomnio escuchando a
quienes los leían (Macpherson 1973). Ésa puede ser la razón por la que se ha
podido observar en sus enxemplos -tan literarios, por otra
parte- la estructura típica del cuento oral (England 1977). De modo parecido,
su Libro de las tres razones (mal llamado Libro de las
armas) está formado por cuentos pseudohistóricos que él había oído,
añadiendo los de su propia creación y, en conjunto, encerrados en una
estructura fuertemente literaria (Deyermond 1982). No deja de ser irónico que
este autor, que tanto tomó de la cultural oral, se obsesionase por la
conservación de un manuscrito auténtico de sus obras y que el manuscrito, como
se sabe legado al Monasterio de Peñafiel, se perdiera pronto. Una combinación
parecida de elementos folklóricos -tal vez de transmisión oral- y de técnicas
literarias muy esmeradas se encuentra dos siglos más tarde en el Lazarillo
de Tormes, a propósito de lo cual conviene recordar la ambición
literaria del autor ficticio, tal y como se manifiesta en el prólogo.14
Origen más discutido
es el de las facecias, anécdotas y dichos -literarios e históricos- que tanto
se extendieron durante el siglo XVI. Maxime Chevalier ha editado y estudiado
este precioso material, inclinándose por una hipótesis de origen oral,
discutida por Donald McGrady,15 con ejemplos que resultan
convincentes en algunos casos, pero que sería extremado generalizar a todo el
campo, conociendo -incluso por el testimonio de géneros similares hoy- con
cuánta frecuencia se nutren del testimonio y la transmisión oral.
No cabe dentro de
este panorama necesariamente breve y sintético una consideración extensa de la
posible oralidad de la literatura sapiencial (por ejemplo: colecciones de sententiae y
de refranes), ni de los discursos políticos y su representación en la
literatura. Quisiera hacer referencia a algunos otros aspectos y géneros,
empezando por el del relato autobiográfico.
Los archivos de la
inquisición contienen una multitud de relatos autobiográficos de los acusados,
que así se defendían de las acusaciones de testigos hostiles. Testigos y
acusados emplean la narración oral: no estaría mal hacer una cala en su estilo
para buscar las pautas que así lo delatan, por ejemplo del estilo formulario.16 Un poco más arriba se traía a
colación el caso de Ferrán verde. De sobra sabemos que en el periodo medieval
no se suelen tratar estos testimonios como hechos literarios, cosa que sería
plenamente factible, sobre todo cuando comprobamos el valor de estos relatos en
los testimonios del siglo siguiente. Cercanas a este género
histórico-documental se me antojan las Memorias de Leonor
López de Córdoba (hacia 1400), emocionante relato de las dos épocas más
turbulentas de su vida, al parecer dictado a un notario.17 Huelga decir que el Lazarillo pretende
inscribirse en esa tradición.
Muy comentada es la
costumbre que había de leer los libros de caballerías ante un público (Frenk
1982, 107-109), pero quizá no sea tan conocido como se merece el caso del
morisco Román Ramírez, médico y lector profesional de libros de caballerías.
También fue acusado ante la Inquisición de Cuenca, en 1595, cuando tenía -como
Ferrán- unos sesenta años. En la cárcel murió cuatro años más tarde. Uno de los
cargos fue que, por inspiración diabólica, era capaz de recitar larguísimos
fragmentos de libros de caballerías, sosteniendo en sus manos o bien una hoja
en blanco o bien un libro puesto al revés:
Algunos de los que
allí estaban que le conocieron dixeron al dicho Román: "Ca díganos un
pedazo de tal libro de caballerías" que allí le señalaron, y de tal
capítulo dél, y el dicho Román sacó un papel en blanco de la faldriquera, e
mirando a él como leyendo essa escriptura dixo un gran pedazo del libro y
capítulo que le señalaron. (Harvey 1974, 280)18
Otro testigo señaló
que lo hacía de memoria, y Ramírez confirma:
Antes que él supiese
leer ni lo hubiese deprendido, sabía ya de memoria los más libros de
caballerías de los cuales dichos porque Román Ramírez, padre deste confesante,
leía muy bien y muchas veces en presencia deste, y así este confesante iba
tomando en la memoria lo que le oía leer. (Harvey 1974, 282-296)
La defensa era
convincente contra la acusación de brujería. Cuando se le somete a una prueba
de memoria el acusado confiesa que:
tomaba en la memoria
[...] la sustancia de las aventuras y los nombres de las ciudades, reinos,
caballeros y princesas [...]; y después, cuando lo recitaba, alargaba y
acortaba en las raçones cuanto quería. (Harvey 1974, 283-297)
O sea, como comenta
L. P. Harvey, que improvisaba libros de caballerías del mismo modo que los
cantores yugoeslavos improvisaban poemas épicos. Hasta parece que el bueno de
Román Ramírez compuso su propia obra, Florisdoro de Grecia, y
dictó una de sus partes a un amanuense (1974, 284-98).19
Me gustaría tratar de
la oralidad en la Celestina: la sintaxis auténtica del habla
popular, el empleo de registros distintos conforme al interlocutor, la
importancia fundamental del diálogo y de la memoria, los giros coloquiales, la
actitud de los personajes y de los autores frente a la retórica, la
presentación oral de la obra según Fernando de Rojas y según Alonso de
Proaza...; pero es tema de todo un libro y no de la última parte de un artículo
panorámico.20
La oralidad influye
en casi todos los géneros literarios que nos ofrece esta época de transición,
sea de una o de otra manera. A veces se trata de un género tradicional -oral en
sus orígenes y hasta en su esencia- que se transforma en literatura escrita,
como los romances y los refranes. A veces un género culto se
"oraliza", como la transmisión oral-memorial de los Proverbios
morales de Sem Tob, o la composición oral de libros de caballerías. A
veces un género culto aprovecha la oralidad hasta el punto de erigirse en
documento históricolingüístico, como los sermones populares o aspectos de
la Celestina. De modo que la relación oralidad/cultura escrita
en la época de transición entre Edad Media y Renacimiento se nos aparece como
una transformación, como una superación, desde luego, pero también como una
simbiosis.
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1 La primera versión de este artículo fue
publicada en la revista Edad de Oro 7 (1988).
2 Véanse los trabajos de Huizinga [1924] 1955 y
Boase 1978, 181 y 194, n. 37.
3 Véanse Clanchy 1979 y Lawrance 1985.
4 Véanse Chaytor 1945, cap. 6 y Frenk 1982.
5 Este número especial de la revista se
reimprimió como Oral Literature: Seven Essays. Joseph J. Duggan
(ed.), Edinburgh, Scottish Academic Pres. 1975, dónde el artículo de Lord ocupa
las pp. 1-24(23).
6 Véanse además sus estudios de 1963 y de 1973.
7 Véanse Rodríguez-Moñino 1970 y 1973-74.
8 Además es interesante añadir que Albert B.
Lord habló de la comprensión de textos orales por un coleccionador yugoeslavo
de fines del siglo XIX en una ponencia del Coloquio Internacional "Oral
and Written/Literate in Literature and Culture" (Novi Sad, septiembre de
1987).
9 El tomo II no se publicó.
10 Véanse los trabajos de Whinnom 1968-69 [1970]
y Whetnall 1988. Y para la supervivencia de poesías cancioneriles en la lírica
tradicional española e hispanoamericana véase Frenk 1982, 119-120.
11 A pesar de que Núñez emplee la palabra
"letras", Joaquín González Cuenca clasifica estas poesías como
invenciones: véase su libro inédito Ceremonial de galanes: primera
rebusca de invenciones y letras de justadoresque tuvo la gentileza de
facilitarme.
12 Véanse Menéndez Pidal 1957, 233-239 y 388-392
y Deyermond 1974.
13 En todas las citas que hago regularizo los
acentos y el empleo de i/j y u/v según las normas actuales.
14 Véanse los trabajos sobre el Lazarillo
de Tormes de Jones 1968, Lázaro Carreter 1972 y Frenk 1983.
15 Sobre el cuento oral véanse los trabajos de
Chevalier 1975, McGrady 1976-77, y Frenk 1982, 110-111, cuya hipótesis se
acerca más a la propuesta por Chevalier.
16 Dos estudios de tales relatos de acusadores y
acusados son los de Gilman 1978 y Edwards 1984.
17 Sobre Leonor López de Córdoba véanse los
trabajos de Reinaldo Ayerbe-Chaux, 1977-78, quien incluye una edición del
texto, y Deyermond 1983, 29-37. Además, según me informa el profesor
Ayerbe-Chaux, hay una tesis importante de Amanda Curry (1985).
18 En una ponencia del Coloquio de Novi Sad. Liu Kuili dijo
que "In Tibet, there... is also a folk singer who always takes a
piece of paper (no matter what kind of paper it is) in his hand when he recites
epic tales. According to him, he sees on the paper fighting scenes of the
heroes" (cito de la traducción inglesa).
19 Daniel Eisenberg dice de la composición
de Florisdoro de Grecia por Román Ramírez: "there
is considerable doubt about whether he ever did so" (1979, 70).
En mi opinión, las conclusiones a las que llega Harvey sobre esta cuestión son
convincentes.
20 Existen varios estudios sobre dichos temas,
veánse, por ejemplo: Severin 1970, Gilman 1974, cap. 2; Read 1983, cap. 4;
Turano 1985; Gurza 1986; Seniff 1987, 164-65; Fraker 1990 y también es
importante la bibliografía que cita al respecto Noguera 1988.
Fuente: Acta
poét vol.26 no.1-2 México abr./nov. 2005
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